El conmovedor Aleti de Simeone estuvo cerca de la hazaña ante los galácticos del Madrid.
Hugo Asch
La mejor Rocky es la primera, cuando pierde; pero después gana el Oscar y la saga infinita, innecesaria. Lo del Aleti de Simeone fue tan conmovedor como la única película decente de Stallone. ¿Cuántos eran? ¿Doce, como los Doce del Patíbulo de Lee Marvin? ¿Se fue de verdad Diego Costa a los cinco minutos? ¿Cuántos entraron por él? ¿Cómo pudieron ellos, los del montón, contra estos galácticos, con Cristiano Ronaldo, Bale y todas sus estrellas? Más de 500 millones de presupuesto contra sólo 120. Es un milagro esta campaña del Cholo. O dos.
Se lo vio tenso a Ancelotti, en la conferencia de prensa previa. Para él era todo o nada, la gloria o Devoto. Por nombres, su equipo estaba dos goles arriba. Pero el invicto en la Champions era el Atlético de Madrid, que venía de eliminar a cuatro ex campeones al hilo: Porto, Milan, Barcelona y Chelsea. No era el rival más cómodo para un Madrid que se sintió muy cómodo esperando al Bayern de Pep, para después liquidarlo de contra, aprovechando los espacios. Y vaya si no lo fue. Lo ganó sobre la hora, desesperado, a puro centro y con el salvaje de Sergio Ramos en las dos áreas, definiendo. El aristócrata sufrió como un plebeyo. A veces pasa.
Di María es George Harrison. Condenado a jugar siempre con Lennon y McCartney –Cristiano en el Madrid, Messi en la Selección– aceptó su segundo plano y se esforzó para meter sus temas, igual. En Lisboa hizo un trabajo descomunal. El empate fue todo de él, aunque Bale –con la mira torcida todo el partido– justificó con ese cabezazo los millones que costó su pase. Hace unos meses, harto de Mourinho y la indiferencia de un público que no lo tenía entre sus preferidos, estuvo a punto de irse al Mónaco. Mantenerlo, encontrarle una posición detrás del tridente Bale-Benzema-Cristiano fue un gran acierto de Ancelotti. Que, con paciencia, fue arreglando un vestuario difícil, desquiciado por un Mou siempre al borde del ataque de nervios.
Di María entonces: y Ramos. Algo de Isco; y Marcelo, que entró y le dio más profundidad a un Madrid partido en dos por los valientes partisanos de Simeone. Cristiano Ronaldo y Bale ausentes hasta el agónico final, donde igual se robaron lo flashes. Extrañamente errático Casillas, Benzema casi sin tocarla y muy flojo Khedira, que volvía luego de estar cinco meses parado por lesión. Ancelotti había pensado en Illarramendi para reemplazar al suspendido Xabi Alonso. Lo anunció, incluso. Pero lo dejó afuera. Mal trago para el vasquito que el Madrid le compró a la Real Sociedad por 30 millones. Fue el gran incendiado de la final.
La historia puede ser cruel, a veces. Hace 40 años, en Bruselas, el viejo Aleti del Toto Lorenzo estaba por ganar la copa y el Bayern de Beckenbauer se lo empató en el minuto final del alargue, con gol de Schwarzenbeck, su central. Sí: sobre la hora, y con gol de un central. Que obligó a un nuevo partido que terminó… 4 a 0 en contra. Cuatro. Justo. Como un maldito espejo, la película volvió a repetirse.
Aquella final perdida instaló la leyenda del “pupas”, el equipo que siempre pierde. Simeone, símbolo de la última alegría, el doblete Liga y Copa de 1996, llegó en diciembre de 2011 para salvarlos del descenso. Y en dos años y medio, cambió la historia. Con Falcao primero, y luego sin él: con un equipo sin grandes nombres, ganó cuatro títulos: Europa League, Supercopa de Europa, Copa del Rey y la Liga. Y sin haber perdido nunca una final, puso el pie en Lisboa. El último partido de la Champions.
Estuvo a un minuto de ganarla, con un equipo que dejó todo y se quedó vacío. Sus forofos se lo agradecieron en el estadio Da Luz, cantando, orgullosos, pese a los goles. Esta vez, el vecino rico no se las vio tan fácil. Este Madrid de las luces y los millones es un buen campeón, no hay duda. Pero la gesta del Aleti de Simeone hará historia, como la Holanda derrotada por Alemania en el Mundial de 1974.
Quien se pierde en su pasión, pierde menos que el que pierde la pasión, decía Kierkegaard. Eso, exactamente, hizo el Cholo y su banda de terráqueos en un cielo ajeno. Perderse en su pasión. Consumirse en el deseo, la voluntad, las ganas.
Esos tipos nunca se van derrotados. Sépanlo, muchachos.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.