Ojalá Boca fuera un cabaret, aquella frase que el hoy muy buen comentarista Diego Latorre soltó casi con despecho cuando sintió qué ya no sería un ídolo máximo del club. El cabaret es diversión, espectáculo atrevido, placer. Nadie va a un cabaret a pasarla mal. Y en Boca pareciera que nadie lo pasa bien.
Todo es tenso, todo es amañado, nada parece
Ojalá Boca fuera un cabaret, aquella frase que el hoy muy buen comentarista Diego Latorre soltó casi con despecho cuando sintió qué ya no sería un ídolo máximo del club. El cabaret es diversión, espectáculo atrevido, placer. Nadie va a un cabaret a pasarla mal. Y en Boca pareciera que nadie lo pasa bien.
Todo es tenso, todo es amañado, nada parece fluir, ni en la cancha ni afuera.
Podría decirse que el fútbol en general suele demorar en actualizar el software y repite como un credo hábitos de generación en generación. Y hasta se jacta de ese código vertical de vestuario donde el más grande manda y el más chico se calla y si hace reverencia mejor, como recuerdan viejas glorias que no se atrevían a tutear a otras glorias con más bronce, que eran sus compañeros.
La anécdota que sobre las concentraciones contaba Antonio Rattin, un emblema de garra de los ‘60, cuando abrigaba a su compañero de habitación Rojitas ( el habilidoso Angel Rojas) si este se destapaba mientras dormía porque “ a ese pibe había que cuidarlo, gracias a él ganábamos plata”, es un botón de muestra naif de cómo los líderes se hacen cargo.
Hoy Boca no se tapa ni se cuida, no se abriga. Desde hace un tiempo desfilan jugadores incómodos, futbolistas que emigran aún a clubes menos tentadores, por jerarquía y dinero. Es cierto que algunos no soportan la presión, que no son ni están para esa camiseta. Pero otros, buenos jugadores y con experiencia, parecen sentirse liberados de una suerte de cárcel, como si estuvieran sometidos a un código tumbero. Entre las miles de versiones que siempre suenan, jugadores, dirigentes y periodistas en off o en on le atribuyeron en distintos porcentajes a ese motivo las razones de las salidas de Caranta, Cáceres, Dáttolo, Palacio y más acá en el tiempo, Ervitti, Silva, Somoza. Y siguen las firmas.
En todos los casos suena el nombre de Riquelme. A favor o en contra. Extraordinario jugador, difícil compañero. Héroe o villano. O los dos. Para unos vale más su calidad de futbolista y su categoría de ídolo lo hace intocable. Para otros, áctua y habla como la personificación de ese código futbolero que se hace dogma, la reserva moral que termina forzando a tomar partido, el “estás conmigo o contra mi”.
Como sea, hay que gambetear esa lógica. Está demostrado que no le conviene a Boca este jueguito que entretiene a todos en la semana pero nos aburre a los hinchas con el fútbol sin alma que en los últimos meses los jugadores nos están devolviendo los domingos.
Boca pierde con eso. Hacia afuera, por los resultados y porque hay montón de gente del fútbol que necesita que le vaya mal, para al menos sentir que empata. O que espera que Bianchi sufra tantas penas deportivas como las que debieron soportar por sus éxitos en las anteriores etapas al frente del equipo.
Hacia adentro, porque hay quien sugiere que algunos en el propio club dejan que la implosión ocurra y están pensando más en achicar la cuenta de sueldos que en levantar otra copa, y se resignarían a un futuro sin Riquelme ni Bianchi, el único que debería ser intransferible.