La crisis del equipo saca a luz miserias de jugadores, dirigentes, cuerpo técnico, periodistas e hinchas. Y nadie hace foco en el verdadero problema: el deportivo.
Desde una orilla del Riachuelo se asoma el sensato, el razonable, el bien intencionado. Asegura que en esta historia entre Boca, sus jugadores, su cuerpo técnico y el periodismo (no se menciona a la dirigencia, prescindente para los temas delicados), sólo hay gente herida. Que a Boca entidad le hace daño un episodio que deja un intenso sabor a vacío institucional. Que al cuerpo técnico no le ayuda en absoluto quedar tan lejos de la zona de control de una situación que, en lo que a parámetros de conducción se refiere, se ve más bien descontrolada. Que al plantel lo expone en una más de sus tantas divisiones pero ante una coyuntura deportivamente pésima; la última vez que una confrontación interna amenazó con romper todo fue en Venezuela, cuando, dicen, Falcioni pasó de renunciado a ratificado durante el mismísimo vuelo de regreso. ¿Hace falta recordar que, en aquel momento, con fisuras y todo, Boca ganó un torneo local con 12 puntos de ventaja, obtuvo la Copa Argentina y perdió la final de la Libertadores? Tampoco hace falta recordar cómo viene la mano desde que Bianchi regresó al club. Que tampoco le hace bien al periodismo, desnudado una vez más en el incontrolable jugueteo del amiguismo y el off the record para publicar en el que nunca queda en claro si el rehén es el protagonista o el hombre de prensa. Por cierto, que un vodevil de sanitarios genere un escándalo semejante y pese tanto, muy por encima de la posibilidad de explicar por qué el equipo juega tan mal y qué debería hacer para recuperarse, deja a la intemperie que este Boca es al buen fútbol lo que nuestra prensa futbolera –me incluyo– al buen periodismo.
Desde la otra orilla aparece el pillo, el jodido, el atorrante que todo lo justifica. Ese para el cual escrúpulos es, apenas, una palabra esdrújula. Muy de moda en ciertos barrios nuevos y caros de la urbe, el tipo se mueve con la impunidad de un barra brava. Y expone sus exabruptos con la obscena soltura de un vicepresidente. Asegura que, en realidad, con esta historieta todas las partes se ven beneficiadas. La dirigencia, prescindente también él admite, porque cuanto más quede en la superficie un descontrol de vestuario, más fácil decantará todo si los resultados siguen siendo, en el mejor de los casos, tan inestables. Por cierto, si el aspecto deportivo enderezara su rumbo, de todos modos les resulta funcional que un duelo de vedettes ocupe en la opinión pública el espacio suficiente como para dejar en el sótano el asunto de los barras. No hay que olvidarse, dice, que estamos a menos de cien días del Mundial. Y ahí, los muchachos no pueden faltar. El cuerpo técnico, ausente del quilombo aun estando de cuerpo presente, tiene, al menos en voz baja, el argumento del conflicto humano para que se entienda que no es que se juegue mal y Carlos ya no consiga solucionar aquello que resolvía con maestría, sino que, en realidad, lo que pasa es que no todos tiran para el mismo lado. El plantel, que sabe que en su mayoría sería foco de repudio popular antes que el adorado entrenador, encontró en “el periodismo” al adversario común para que halcones y palomas, crudos y cocidos, Chasmanes y Chirolitas y el hincha en general deje sus armas lejos del sector donde podrían hacerse daño. Y digo “el periodismo” presentado así, tan básicamente, como un monstruo de varias cabezas; sepan, jugadores, que los cronistas somos más conventilleras que ustedes. El periodismo, finalmente, también beneficiado en este peculiar ejercicio de convertir en trascendente a lo trivial y llenar el universo popular con temas que no necesitan ni análisis, ni conocimiento, ni investigación, sino un par de contactos en el whatsapp.
Ninguno de los dos fulanos me caen bien. Probablemente, el primero me resulte más digerible que este último, cuya forma de contar lo que acabo de transcribir es de un léxico y una cadencia idéntica a la de un par de muchachos de ésos que estornudaron demasiado fuerte y aparecieron en escuchas sobre lavado de dinero, reventa de entradas y estafas al pueblo con facturas truchas. Pero el bienintencionado expresa una benevolencia que me hace acordar a aquellos que lo tapan todo de la mano de un presunto optimismo. Con fe, con ilusión y con optimismo… nos estamos yendo al carajo.
Y el otro, aun indigerible, parece no estar del todo mal informado.
Como sea, ninguno se mete con el tema de fondo, que es el de la crisis deportiva profunda que tiene un equipo que ha jugado apenas un ratito bien en los más de 50 partidos que dirigió Bianchi desde febrero de 2013. Parece mentira que nombres como los de Riquelme, Gago, Sánchez Miño, Martínez, Gigliotti, Díaz, Orion, Ledesma, Erbes, Forlín –hasta los menos fogueados Insúa, Marín o Acosta– no puedan dar forma a un equipo solvente, exitoso y que, al menos, deje en claro qué es lo que pretende hacer para ganar un partido.
No me extrañaría que, justamente ahora, y de la mano de un episodio que bien podría significar haber tocado fondo, de la mano de un enemigo común externo este Boca en crisis comience una resurrección futbolera. En nombre de los buenos jugadores que tiene el plantel –insuperables, en un par de casos– sería hasta saludable para el torneo que ello sucediera. Además, al margen de las chicanas cotidianas y los pases de facturas, no es divertido ver a un ícono de la magnitud de Bianchi reducido al rol de conductor desorientado y espectador de conflictos de vestuario.
Así como sería saludable para nuestro periodismo que quienes tengan esos benditos mensajes satánicos en sus celulares le pongan nombre y apellido a su Garganta Profunda. Una sola vez que se rompiese un código bastaría para que, la próxima, los protagonistas se cuiden mucho antes de operar y se hagan cargo de sus quilombos puertas adentro, en vez de echarle siempre la culpa a “los medios que tienen que llenar espacio hablando de nosotros”