Más películas para más gente.” Repetí esa frase muchas veces. Primero en público, tratando de atrapar en esas cinco palabras el espíritu del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici). Luego en privado, como un mandato. Hoy, en cada oportunidad que se presenta. Porque ésa es la idea fundamental: romper con el doble maleficio de películas sin público y público sin películas.
Hoy parece ser ésa la crisis principal de un determinado tipo de cine, que es casi todo el cine que se produce exceptuando las películas medianas y grandes de Hollywood y algún que otro título europeo que, por motivos a veces misteriosos y otros bastante obvios, llega a las salas de estreno. Aunque hablar de “películas” a secas quizás sea un error, lo mismo que utilizar el viejo sintagma “salas de estreno”. Hoy tenemos un cine-acontecimiento que con cien, 200 o más copias se apodera de todas las pantallas posibles de los complejos. Ovnis y sus pistas de aterrizaje. Sin espacio para casi nada más. Dentro de esos ovnis, por supuesto, hay películas fenomenales, hay obras maestras del mainstream y cachivaches insostenibles. En el cine llamado “de arte y ensayo” pasa lo mismo. En la industria de la medialuna, otro tanto. No es ése el problema.
El problema es procurar que un exquisito vol-au-vent de camarones se travista de medialuna y sea servido en el desayuno, junto a una taza de café. Hay un cine que es muy distinto a otro cine, que puede tener una parte de público en común, pero que definitivamente no puede ser tratado o mostrado de la misma manera. Es injusto y es suicida y lleva a un desgaste que hará que el chef del vol-au-vent, más temprano que tarde, se compre un hornito para hacer medialunas y chau picho.
Todo esto podría sonar (suena, bah) a perogrullada infame, pero hay un detalle… ¡rige nuestras vidas de cinéfilos porteños! No hay nuevos espacios donde ver cine, no hay ideas nuevas a la hora de estrenar, se termina cayendo en viejos vicios de distribución y en cálculos ridículos de “si estreno con más copias tendré más gente”. No hay inversión ni ideas, salvo en pocos y honrosos casos, que a todas luces no logran armar algo parecido a un circuito, una continuidad, el viejo y necesario hábito.
Las películas y el público están, y eso el Bafici lo demuestra año a año, desde hace mucho tiempo. También hay que prestar atención a las legendarias funciones llenas en Mar del Plata o los grandes éxitos del DocBsAs a la hora de acumular evidencias. Pero entre unas y otros, los vasos comunicantes no son suficientes. La saludable revuelta de formatos, géneros y duraciones, la vitalidad enorme que ha mostrado el cine este año (en el que programar Bafici fue un placer enorme, permanente) no ha encontrado aún su puesta al día en términos de exhibición, definitivamente no en términos físicos, pero tampoco en el terreno del streaming o los alquileres online.
Bafici es año a año un ovni que aterriza en veinte salas de Buenos Aires y, cuando abre sus compuertas, lanza al mundo sus aliens particulares, que por momentos pueden ser parecidos a los mencionados antes pero en general son muy distintos: un ejército Gormiti concebido por Timothy Leary. Y se lanzan de la nave en movimiento los muy salvajes, y nos vuelven locos durante 12 días y se van con la promesa de volver. Pero hay que esperarlos seis meses, un año, y eso es mucho tiempo. Necesitamos que más, muchos más de esos mutantes del cine vivan entre nosotros. Todo el tiempo.
*Director del Bafici.