En épocas electorales como la actual, es realmente difícil que aparezcan en la agenda política temas de real interés para la ciudadanía. Generalmente los aspirantes a los cargos ocupan los espacios en medios de difusión para batallar sobre cuestiones que constituyen respuestas a sus oponentes y que desaparecerán del escenario mediático una vez terminado el proceso.
Pero como existe la regla, es también posible encontrar algunas excepciones. Es el caso de lo sucedido en torno al proyecto municipal para la Terminal de ómnibus y el Mercado 3 de Febrero, cuyo telón de fondo parece no ser es otra cosa que la instalación de una sala de juegos privada. Al comienzo de la iniciativa, las autoridades comunales de la ciudad mostraron el proyecto en el marco de una integralidad, que lo hacía ciertamente interesante, aunque objetable desde al punto de vista de su impacto en la trama urbana. Fue precisamente esa característica la que mantuvo al Proyecto Turístico Integral, suficientemente alejado de la discusión de fondo, que aparece hoy mucho más claro. Al rengo hay que darle siempre la posibilidad que camine, pues nadie cojea quieto. Así, la comprensible carga mediática sobre aspectos cuestionables de la nueva Terminal, como la escasa capacidad de espacio para el arribo de unidades de transporte, sacó del escenario general la otra parte de la idea: una sala de juego con máquinas tragamonedas en el Mercado, a escasos metros de dos de los centros educativos más importantes de la ciudad. La estrategia no dio el mismo resultado en un pequeño grupo de vecinos, que batalló desde el principio sobre este aspecto del proyecto oficial, concebido durante la administración justicialista de Marcelo Bisogni. De esa manera, desarrollaron una estrategia propia, aún en el marco de su particular heterogeneidad política y social. Impidieron la entrega del Mercado primero, con la adhesión de miles de ciudadanos y obligaron a un giro político que derivó, como suele suceder con la señora de los ojos vendados, un pronunciamiento judicial después. En medio de esa pelea, el destino quiso que un cura jesuita llegara donde nadie imaginaba, a excepción de Jorge Bergoglio, hoy el Papa Francisco. Y las cosas cambiaron para muchos, porque ahora no es lo mismo la visita de monseñor Jorge Lozano al Mercado, aunque se trate de la misma persona y el mismo lugar. Cada cual vale por lo que vale, pero más por lo que representa. Tampoco es ahora lo mismo, la trascendencia de una reunión de estos vecinos en la Casa Parroquial del templo más importante de la ciudad. Es un gesto que irremediablemente traerá su consecuencia, aún cuando termina de inaugurarse un reconocimiento en obras, inédito en la historia de la Basílica.