El basquetbolista campeón olímpico será quien encabece la delegación argentina en el acto inaugural. Sus méritos no sólo son deportivos.
Gonzalo Bonadeo
Fue en julio de 2000, puede haber sido el miércoles 26 o el jueves 27. En un local de la cadena de comida rápida que desde hace años patrocina los juegos olímpicos –entonces, también lo hacía con el comité local– se realizó la votación para elegir al abanderado camino a las competencias que se realizaron un par de meses después, en Sydney.
Tiempos del coronel (RE) Antonio Rodríguez al frente del Comité Olímpico Argentino, sobre cuyos encantos como titular de la entidad –un papado apenas menos extenso que el de Grondona en la AFA– sobrará tiempo para explayarse. Tiempos en los que ni siquiera la presencia de la televisión en vivo logró que los dirigentes se tomaran el trabajo de contar con una urna en la que introducir los votos: ante la emergencia, se agujereó la tapa de una caja de zapatos.
El procedimiento habitual para estas ocasiones determina que cada jefe de equipo puede postular para abanderado a un integrante de la disciplina a la cual representa. En aquella ocasión hubo cuatro candidatos postulados: Omar Narváez (boxeo), José Meolans (natación), Hugo Conte (vóleibol) y Carlos Espínola (vela).
Pese a que la sola presencia de Hugo como auténtica leyenda mundial de su deporte, presumiblemente destinado a disputar su último juego olímpico, lo constituía en un favorito, al menos, a pelear hasta lo último, los delegados lo eliminaron en la primera vuelta junto con Meolans.
Apenas dos votos para cada uno sobre un total de 14. En esa instancia, seis delegados votaron por Narváez y cuatro por Espínola, que pasaron a una final que se resolvió no realizar en público. A ver si, encima del tema de la caja de zapatos, había que resolver un eventual empate delante de tantos extraños.
Un par de semanas más tarde, el asunto se definió en privado, aunque no sin alguna otra situación difícil de explicar. Según la crónica de época de La Nación firmada por José Ignacio Lladós, la segunda vuelta finalizó empatada en siete.
Y continúa la nota. “Al desempate, nomás. Allí, se abrió un acta labrada anteayer y, en la voz del coronel (RE) Antonio Rodríguez, titular del COA, se conoció el vencedor: por ocho votos a dos, el abanderado será Carlos Espínola”.
Casi como si se tratara de la AFA misma, se pasó de un empate en siete a un ocho a dos contundente. Curiosa lógica pasar de un empate entre 14 sufragios a una goleada con sólo diez.
Lejos había quedado la injusticia del descarte de Conte, a quien le jugó en contra una de sus principales virtudes: no casarse con dirigentes impresentables que dañan al deporte de modo integral. Aun así, creo recordarlo como abanderado en la ceremonia de cierre.
Ese fue el primero de los dos juegos olímpicos en los que Espínola desfiló como abanderado. Cuádruple medallista olímpico sobre cinco juegos disputados, los méritos deportivos del correntino son poco menos que absolutos.
Es tan injusto minimizar sus virtudes deportivas por sus conductas posteriores como político y funcionario como creer que esas virtudes indelebles lo hacen acreedor del halo de intangibilidad que algunas personas, desde el poder, pretenden adjudicarle a quien entregó la Secretaría de Deporte de la Nación en un estado incalificable.
Camino a los juegos de Río, por primera vez en mucho tiempo, el COA no necesitó de una votación para elegir al abanderado.
Es cierto que en la delegación argentina hay muchos deportistas prestigiosos, comprometidos, talentosos y sacrificados que podrían aspirar a semejante honor.
Sin embargo, y no justamente en desmedro de ellos, que Luis Scola haya sido elegido de modo unánime sin someterlo a un escrutinio constituye un acto de justicia al cual podemos entrarle por varios lados.
Hay un flanco técnico que tiene que ver con la, entiendo, más firme aspirante que podía haber compartido una eventual elección con el jugador de Toronto. Que no es otra que Paula Pareto, medalla de bronce en Beijing, quinta en Londres y campeona mundial vigente. Peque es un ejemplo enorme en todos los sentidos y se merece la mayor de las consideraciones. Sin embargo, ella competirá al día siguiente de la ceremonia. Por un lado, es poco aconsejable que una deportista soporte de pie las varias horas que abarca la fiesta, desde que llegan las delegaciones hasta que vuelven a los micros para regresar a la villa. Por el otro, es muy probable que, a la hora del final de la celebración, Peque ya esté durmiendo, lista para encarar uno de los más grandes desafíos de su vida. Paula es la campeona mundial y una competidora sumamente respetada. Pero la suya es una categoría en la que no menos de siete judocas tienen casi la misma chance de subirse al podio. Y un mal sorteo te puede sacar pronto de carrera.
Hay un flanco de mérito deportivo. Luis Scola no sólo es el basquetbolista con más partidos jugados por el seleccionado nacional. Ni el señor que irá por su cuarto juego olímpico. Ni el campeón de Atenas y bronce de Beijing. Ni ese grandote que se desespera por jugar con la celeste y blanca hasta en un amistoso contra el combinado de PERFIL –no se asusten; no tenemos noticias de su existencia– y que no soporta estar en el banco sin desear volver a la cancha sin descanso. Tampoco es, apenas, un deportista enorme. Es una persona comprometida con el deporte. Con el suyo y con los otros. No en vano fue quien acercó a la Argentina la denominada TAP (Transición al Profesionalismo), programa creado por la NBA para preparar a los más jóvenes (rookies) ante todo lo que se les viene: la prensa, el dinero, las drogas, las mujeres, la alta competencia, el público.
Pero nada califica mejor a Luis que haber sido la cara más visible entre sus compañeros históricos que le dijeron basta a una dirigencia corrupta. Y no es que pidieron terminar con una administración lamentable y listo –en este caso, un gol para Espínola, que puso al gobierno nacional detrás de los jugadores–, sino que en ningún momento dejaron de participar de la transición. A estos monstruos les importa mucho más el legado de un deporte que valga la pena ser jugado que una medalla o un trofeo.
Y hay un flanco menos visible: la posibilidad de que, quizás sobre el cierre de los juegos que comenzarán en menos de cien días, Scola sea elegido para formar parte de la Comisión de Atletas del Comité Olímpico Internacional. Que sea el abanderado de su delegación puede ayudar.
Desde el final del mandato del español Juan Antonio Samaranch, especialmente de la mano del belga Jacques Rogge –también ahora, con el alemán Thomas Bach–, los deportistas pasaron a ocupar un lugar de mucha exposición en el mundo olímpico. Para asomar la cabeza después de años en los que se destapó una cloaca gigante, nada mejor que dejarse rodear por los verdaderos dueños del espectáculo.
Se trata de un espacio que algunos usaron para catapultarse hacia otros niveles de poder, que a otros les significa un buen recurso para ocupar el tiempo después del retiro y que para otros representa una gran ocasión para darle al deporte algo de lo mucho que aprendieron.
Este último caso sería el de Luis, detrás de cuya integridad, criterio, compromiso y tenacidad podrían abrirse puertas importantes para el deporte de la región.
Tal como se lo conoce, no me imagino a Scola pidiendo abiertamente un espacio en terrenos institucionales semejantes. Lo que no quiere decir que no lo merezca. Su límite de angurria fue haber dicho, semanas atrás, que la sola posibilidad de ser abanderado le generaba una ansiedad similar a la de los grandes momentos.
Es obvio que, para Scola, es importante ser el abanderado de la delegación argentina.
Pero más importante aún es que el deporte argentino tenga un abanderado como Scola.
Es un mensaje que trasciende las virtudes del deportista.
Y ojalá varios dirigentes lo consideren una señal de alerta.
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil.