Por Hugo Asch | Diego Milito cambió el desagradable apodo y a fuerza de goles y voluntad se ganó el respeto del hincha. Hoy es ídolo indiscutido.
Hugo Asch
“Esas muertes, que al principio parecían intolerables, fueron después aceptadas con indiferencia y hasta olvido. Así lo perdimos”. Tomás Eloy Martínez (1934-2010); del primer prólogo de su libro de relatos “Lugar común la muerte”, Caracas, 1978.
Era el fin del mundo en Argentina cuando Diego Milito aparecía en la Primera de Racing. El país, como Thelma & Louise en la escena final del convertible, aceleraba hacia el abismo y yo, que había esperado 35 años para ver a Racing otra vez campeón, estaba, digamos, algo distraído, pensando cómo sobrevivir a la crisis. Milito era uno de esos 9 de área que viven metidos entre los centrales rivales, empeñosos, algo atolondrados, confiados en su instinto. Alternaba con Maceratesi y Estévez en aquel equipo sólido, efectivo, rústico y desangelado que Merlo armó muy a su estilo.
Antes del increíble festejo y la locura de los dos estadios llenos en la semana de los cinco presidentes de 2001, algunos hinchas lo llamaban ‘Malito’, jugando con las letras de su apellido. Un exceso, me parecía, aunque el chiste no era tan malo.
Lo cierto era que –debo reconocerlo– nunca le presté demasiada atención, tal vez influenciado por aquella vieja superstición –insostenible en la teoría pero demoledora en ejemplos– que sentenciaba: “Si hay dos hermanos futbolistas, el peor siempre jugará en Racing”. Para colmo, su hermano Gabriel, que –oh, no– jugaba en Independiente, sí me parecía un crack, así que… no había manera. Nuestro Milito, para mí, era uno más y gracias. Cuando se fue a jugar en la Serie B de Italia para el Genoa, le perdí el rastro. Me equivoqué feo, por suerte.
Milito es uno de esos profesionales serios, aplicados, inteligentes, que jamás dejan de crecer. Usualmente, se supone que un chico que llega a Primera a los 20 años “ya sabe todo”, o “lo tiene todo” y sólo necesita de cierta experiencia y pulir detalles menores. Basta y sobra con el talento natural, la genética, la sabiduría del potrero y otras entrañables antiguallas. Pero el futbolista –como el médico, el mecánico o el periodista– nunca debería dejar de aprender. Milito aprendió y se convirtió en otro jugador. Mejor.
“Antes, me quedaba quieto en el área. Esperaba que la pelota me llegara, y no es así. Un delantero debe amagar, ir a recibir y después buscar el hueco. Hay que saber crearse el espacio. Por suerte, son pocos los defensores que resisten un buen amague. Terminan jugándose a un lado, y el que ataca aprovecha. Pero por virtud nuestra, no por defecto de ellos”, se sinceraba en charla con Angel Cappa, en 2008. Milito saber ver y, sobre todo, sabe verse; lo que es bastante más difícil, muchachos.
Su carrera en Europa fue de menor a mayor. Empezó a convertir y, sobre todo, a jugar cada vez mejor. En Zaragoza le metió cuatro al Madrid en una Copa del Rey y en 2007, con 23 goles, quedó a dos de Van Nistelrooy, el Pichichi de la Liga. Su deslumbrante regreso al Genoa, donde hizo 26 goles en 34 partidos, lo convirtió en la figurita de moda.
A los 30 años, cuando muchos inician la curva descendente de sus carreras, Milito alcanzaba su pico máximo de rendimiento. Lo demostraría en el Inter de Mou, ganando la Champions –doblete suyo en la final contra el Bayern–, Copa de Mundial de Clubes, Serie A, Copa y Supercopa de Italia en 2010. Trofeos, millones, fotos suyas en los medios del mundo. Un año perfecto. ¿Se puede desear algo más después de eso? ¿Quedará alguna sed?
Sí. En una nota de El Gráfico, le preguntaron a Menotti cuál fue su día más feliz en el fútbol. Respondió sin dudar: “Cuando debuté en la Primera de Central, con gol mío a Boca. ¿Fue más que ganar el Mundial? Sííí… Yo era hincha y de pronto estaba ahí adentro, jugando con mis colores. ¡Por favor! Eso no se puede comparar con nada”.
Milito volvió, como tantos otros, para cerrar el círculo y retirarse en su club, con los suyos. Para algunos, puede ser un capricho de millonario: dar las hurras y completar el álbum dorado. Para otros, como Milito y Verón, se trata de algo más importante. Algo esencial.
Recuperar su lugar en el mundo.
Verón, lo he escrito, me parece un fenómeno único, conmovedor: un jugador extraordinario cuya virtud ha sido siempre superior a su talento, que fue enorme.
Lo mismo sucede ahora con Diego Alberto Milito. A quien ya nadie más llama ‘Malito’ sino el Príncipe, mientras destacan sin el mejor pudor que sus iniciales coinciden con las de Maradona y juntan bronce para… ¡hacerle una estatua! “Los hinchas siempre me demuestran su afecto, pero eso ya sería una locura, ¿no?”, dijo, perplejo, fiel a su bajo perfil.
Como Verón y otros grandes, Milito, con su sola presencia, hace mejor a los suyos. Si el clásico contra Independiente empezó a perderse en el momento de su lesión, el rush final que los dejó a un paso del título se logró gracias a su regreso.
El equipo es Saja, una defensa sólida, Videla; Centurión, Hauche y Bou arriba. Pero sobre todo y sobre todos, Milito. Que baja, toca, arma. Piensa. Resuelve y define donde todos aceleran y se obnubilan: en el área. Verlo trabajar allí es delicioso; algo que se parece mucho al arte y quizá lo sea. Valga la desmesura, entonces. Milito es un artista.
Ser campeón con Racing es un lujo para pocos. Serlo dos veces, bueno; eso ya es un abuso, un exceso inconcebible. Pero si alguien se merece ese lugar en el Olimpo del insensato amor por Racing, es él.
“Es mejor que nos dejes a no haberte conocido”, le escribieron, en un rapto de curiosa poética, los hinchas del Genoa durante su partido de despedida.
Hoy no habrá lugar para la melancolía, pase lo que pase –porque con Racing, ay, nunca se sabe. Gracias será lo mínimo que le grite
la tribuna. Gracias, contestará él desde la cancha.
Porque Diego Milito, el líder, el capitán, se siente uno más. Para eso volvió. Para ser él mismo; con su gente y su historia.
Un lujo que no se compra, ni se vende. Ni siquiera se gana. Se conquista.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.