Los motivos de los pésimos negocios que hacen los clubes al vender a sus jóvenes. El mundo del fútbol está lleno de ventajeros. De quién es la culpa.
Gonzalo Bonadeo
Aunque a los absolutistas nos cueste admitirlo, no hay una sola explicación para las cosas. Se podrá subir la voz o impostar cierta habilidad oral para fortalecer el argumento propio. Sin embargo, al final de la rueda de café –o del programa de tele o radio–, todos nos iremos con la sensación de que la razón se divide, a veces, en tantas partes como personas se sentaron alrededor de la mesa.
¿Será bueno? ¿Será malo? Fundamentalmente, da la sensación de ser una conclusión tibia. Lo que equivale a decir que no se trata, precisamente, de una conclusión.
Razonabilidad. Reflexión. Escuchar al otro aunque parezca lo contrario. Estos tiempos en los que la conveniencia, el ocupar los espacios, la guita y, mínimamente, la convicción dividen a los opinadores en militantes públicos o privados lo reducen todo al concepto de “tibio”. Y aunque a los “tibios” no los expongamos en carteles de vía pública para que cuatro giles escupan su foto, tampoco los aceptamos.
Harto de la lógica de los pésimos negocios que hacen los clubes de fútbol con la venta de sus jugadores jóvenes, es un ejercicio interesante hurgar un poco más en los motivos –múltiples– por lo que los pibes se van a la primera oferta y por montos inadmisibles para tiempos no demasiado lejanos. Por lo general, se simplifica el asunto hablando de que los clubes ya no pueden retener a chicos tentados por un dinero que, todo junto, parece la salvación. Encima en euros.
Es cierto que el mercado de las pelotas cambió radicalmente a partir de normas relativamente recientes mediante las cuales los clubes ya no compran pases de jugadores cuya ficha puede quedar durante una década en su poder, sino que, básicamente, lo que se adquiere es un contrato cuya caducidad deja al club sin derecho sobre el crack. Sin embargo, uno sigue leyendo que el mismo futbolista que se va hoy de la Argentina a Italia por 3 o 4 millones de euros –por esa guita, en limpio, nuestros clubes los envuelven para regalo–, multiplica su valor por el sólo hecho de ser negociado dentro del mercado europeo. Es decir, una cosa es comparar lo que se pagó por Saviola o Crespo hace 15 años con lo que hoy se pide por Joaquín Correa y otra ignorar que, ya en Europa, el ex Estudiantes cotizará infinitamente más. No digo nada nuevo recordándoles que el fútbol también tiene su economía buitre.
Así como Correa se va ante la primera oferta –y vaya si Estudiantes necesita ese dinero– a Boca se le va Leonardo Suárez, de cuyo valor real nadie podría dar certezas: con todo el talento que muestra, a sus 18 años lo que quiere su gente es vivir en un ámbito más tranquilo.
Pero hay más que un juego entre pobres y miserables. El negocio del fútbol está lleno de ventajeros. Total, en primera instancia, el único perjudicado es el club. Es decir, los socios. Es decir, nadie en especial.
Representantes, empresarios, grupos inversores; decenas de personas viven –muerden– de este tipo de transacciones. El peor escenario es, seguramente, el del representante que, además, es propietario del pase. Sólo gente con mucho decoro le aconsejaría al pibe y a su familia aguantar un poco más para seguir haciendo goles y elevar la cotización. Cuando un señor maneja los intereses de un futbolista y, a la vez, es dueño de la ficha, la batalla entre las migajas que recibe por un rubro y la fortuna que se lleva por el otro es demasiado desigual.
Por cierto, este mercado incluye una buena cantidad de personas de buena fe, honestos y buenos consejeros a quienes no mencionaré a riesgo de cometer olvidos ingratos. No es fácil para ellos mantenerse firmes ante un escenario en el cual el término escrúpulo no es una palabra esdrújula sino una omisión grave.
Si uno repasa lo que le sucedió al mercado de transferencias del fútbol argentino entre mediados de los ’90 y unos años entrados en 2000 se advierten unos cuantos fenómenos. El más notorio, es el de la cantidad de pases realizados por más de diez millones de euros. Otro, que la plata no fue a parar a clubes enormemente endeudados, cuando no quebrados. Les doy una lista muy acotada de futbolistas que emigraron a Europa durante esos tiempos. Ortega, Verón, Riquelme, Tevez, Palermo, Aimar, Saviola, Samuel, D’Alessandro, Crespo, Gallardo, Ayala, Sorin, Claudio López, Almeyda, Zanetti, Heinze, Burdisso, los dos Milito, Cambiasso, Mascherano…
De la mano de estos monstruos nace la más contundente muestra de que nuestros tiempos no son sólo tiempos de otras necesidades y otro tipo de cambio, sino fundamentalmente de irreflexión e imprudencia: ninguno de estos jugadores huyó ante la primera oferta. Ninguno fue mal vendido. Ninguno volvió al año con un billete en el bolsillo y un fuerte fracaso adolescente. Y también los manejaban representantes, entre los cuales varios siguen trabajando en la actualidad. De todos modos, tampoco la conclusión es que antes había dirigentes más serios que hoy. Por cierto, gran parte de los pasivos de los clubes más poderosos se construyó, paradójicamente, cuando mejor se vendía.
Da la impresión de que hay un combo de responsabilidades. De los dirigentes, que no cuidan a los clubes como cuidan sus negocios –cuando una cosa difiere de la otra, claro– y no utilizan todos los recursos para retener al futbolista para que todos ganen más, especialmente la entidad que conducen. De los medios, que justificamos en nombre de la pobreza y la inseguridad un viaje sin destino que, demasiadas veces, los devuelve al punto de partida. Del entorno, que con la lógica urgencia que provoca sentir que hay algo mejor por venir gracias a las piernas del pibe lo quiere todo ya mismo. A algunos de los que hacen el negocio no hay que adjudicarles culpas. Lo de ellos suele pasar por autopistas lejanas de todo concepto de moral. No falta quien, advertido de la ilegalidad y, sobre todo, los riesgos de invertir en barriles de efedrina, optó por la variante del fútbol.
Ni qué hablar de la responsabilidad del fútbol argentino en sí, que está vacío de normas que pongan límites al descontrol. Ese fútbol constituido por clubes cuyos representantes pocas veces defienden como corresponde.
Se ve más irresponsable que nunca este presente en el que nadie tiene la menor idea de cómo desatar los nudos que guardó Don Julio en su cajón. ¿Quién sentiría dudas a la hora de negociar hasta la vergüenza en un mercado cuya entidad rectora no controla ni siquiera sus propios contratos? ¿Qué apego podría sentir un pibe de 17 años por el club que lo vio nacer si hasta algunos dirigentes notorios justifican y cultivan el sálvese quien pueda?
Anteayer, muy fuera de los términos que ya no impone Agremiados, terminó la temporada del fútbol argentino. El entrañable Chicago ascendió dos categorías en un año y eso no es culpa suya. Culpa de nadie y de todos a la vez es que tengamos el ridículo torneo de treinta equipos.
Justificado extraoficialmente en un negocio con las apuestas que jamás se concretó. Justificado oficialmente en un intento de federalización que tampoco se dio: apenas dos distritos –Misiones y San Juan– se sumaron a los ya existentes en Primera. Mientras tanto, no se federalizó el Comité Ejecutivo. Tampoco el ascenso. Mientras Villa Dálmine (Campana) definió su ascenso con Tristán Suárez (Ezeiza), un equipo de Mar del Plata se lo jugó con uno de Córdoba y uno de Santiago del Estero con otro de La Rioja. Todos para llegar al mismo Nacional B. Conste que la de la B Metropolitana es de las distancias mayores por recorrer en la categoría. Las mayores distancias en los torneos regionales aún no fueron calculadas… por falta de sistema métrico válido.
Mirado a simple vista y con ganas de neutralizar argumentos para que nada cambie, podría decirse que una cosa no tiene que ver con la otra.
Pequeño detalle. El descuido de las finanzas, la venta de vientres futboleros, la corrupción del negocio vil a manos de cualquiera, la confección de calendarios, el armado de torneos y las modificaciones que nadie se anima a hacerle al estatuto de la AFA –nos quedamos con el límite a la reelección del presidente como los indios con los espejitos de colores– son todos asuntos que conciernen a los habitantes del edificio de Viamonte 1366. Dejémonos de hablar de “los clubes” y de “la AFA” como cosas abstractas.
Ponerle nombre y apellido a los sellos de goma sería un buen comienzo para mejorar las cosas. Al menos, que los que sacan ventaja de ejercer el poder no se puedan esconder detrás de una camiseta para seguir zafando. Que sean responsables. De las buenas y de las malas.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.