La crisis en Independiente y la herencia que recibió Cantero, un presidente que está en jaque.
“Sucedió, no sé cómo, un extraño fenómeno: el texto se transformó ante mis ojos, insensiblemente. Las réplicas del manual que había copiado correctamente se alteraron; como por ejemplo esa verdad innegable, cierta: ‘abajo está el piso, arriba el techo’”. Eugène Ionesco (1909-1992); de su charla en los Institutos Franceses de Italia, en 1958.
La patafísica –ciencia paródica creada a partir de Gestas y opiniones del doctor Faustroll, patafísico, obra póstuma de Alfred Jarry editada en 1911– se dedicaba al estudio de las “soluciones imaginarias” en un mundo donde regía la anormalidad, la “excepción de la excepción”. En 1948, en París y como burla al academicismo, gente como Boris Vian, Prévert, Darío Fo, Joan Miró, Umberto Eco y Eugène Ionesco crearon el Colegio de Patafísica. Y años más tarde, en 1959, Ionesco escribió El rinoceronte, obra clave del teatro del absurdo. Allí cuenta el caso de los habitantes de un pueblito francés que, de pronto, mutan –como el kafkiano Gregorio Samsa de La metamorfosis– en bestias salvajes. Un texto simbólico, disparatado, perturbador. Inimaginable. O no tanto. Hoy, los clubes de Avellaneda –aquel pujante polo industrial arruinado por Martínez de Hoz y Menem– parecen vivir bajo las reglas de la patafísica y el absurdo. La ciudad naufraga entre la melancolía de lo que fue y la decadencia de esos gigantes que ganaron todo antes que River y Boca. Mi Racing –el club que insiste en hacer todo mal– e Independiente, sumergido en un caos que asombra, si repasamos su historia.
Porque a diferencia de su inestable vecino, Independiente siempre tuvo una dirigencia ordenada, austera; “gallegos” que cuidaban el dinero del club mejor que el propio, sabios en el arte de comprar barato y vender caro. ¿Un ejemplo? Bochini, gran exportador de madera; un alquimista que durante casi veinte años convirtió en goleador al tronco más atroz que, luego, era transferido a precio de oro.
Pero hace diez años, todo cambió. Llegó Ducatenzeiler –el incontinente Bordaberry de Grinbank–, y en 2005 Comparada, el yuppie que derrumbó la Doble Visera, dejó un estadio sin terminar, deudas y un equipo a la deriva. El desastre fue tal que en 2011 los socios votaron a un outsider; el líder de Independiente Místico, curioso nombre que invitaba a la sonrisa. Javier Cantero era un desconocido, un coleccionista, un presidente-hincha que en 2007 logró que la calle Cordero se llame Ricardo Bochini. Asumió y se enfrentó con la barra. Le fue bien. Logró el apoyo unánime de la opinión pública.
Sus colegas dirigentes –que lo miraban de reojo– aplaudieron para la foto y lo dejaron solo, expuesto; a merced de su propio fervor e inexperiencia. Sabían que Cantero y su voluntarismo naif tenían fecha de vencimiento. El 15 de enero de 2012 escribí “El coleccionista versus el energúmeno renunciador” en esta página. Esto decía:
“Imposible no ponerse del lado del nuevo presidente. Decirlo ahora es fácil y políticamente correcto. Habrá que ver si la gente es capaz de sostenerlo, con un equipo que no ilusiona. Será una interesante prueba para medir la capacidad de tolerancia del hincha. No soy optimista, lo siento. Si las victorias no llegan, este escenario idílico cambiará. No es desconfianza. Es empiria. El fútbol, con la excusa de la pasión, convierte a demasiada gente en monos con navaja. Y suelen usarlas”.
Cantero no esperaba ganar. Se preparó para ser oposición; no para gobernar un club en crisis terminal, ni para enfrentar a un sistema que protege y usa a los que él combatía. Como decía Sun Tsú: nada peor que un comandante poco apto y muy entusiasta. Eso lo perdió. Invirtió en técnicos y jugadores caros, con nombre, que lejos de detener la caída lo empujaron al Nacional B. Y allí está, casi quebrado, arañando el tercer puesto entre un pelotón de clubes del ascenso.
Quinchos incendiados, perros muertos colgados, amenazas, un escándalo sexual. ¿Puede ser peor? Sí, claro. Ya vivimos la tragicomedia del amago de renuncia de Cantero y su exabrupto frente al atribulado De Felippe luego de la derrota en Junín: “No es a vos: ¡éstos me quieren hacer la cama a mí!”. Las pintadas en la sede –¡Ascenso o muerte!, decía la más sutil– y Bebote, con casco y 500 firmas ¡para lanzar su candidatura a presidente! Ay.
Y hay más. Jugadores furiosos con un presidente que no paga y cree que juegan mal a propósito. La FIFA, que les quitará seis puntos el año próximo si no le pagan 1.500.000 dólares al Olympiakos por el pase de… Núñez. Y el colmo: embargan las copas. ¿Quién? ¡Leguizamón! Oh, no.
Cantero, aconsejado por don Julio, resistía los embates de la oposición. Hasta que la Agrupación Independiente, manejada por Moyano, pensó en una oferta –diría Brando-Corleone– “que no pueda rechazar”. Saldar la deuda con el plantel, meterse en el fútbol y adelantar las elecciones. Y el atribulado presidente pactó. “This is the end”, cantaba Jim Morrison en Apocalypse Now. The horror.
En la cancha, el equipo juega contra el rival, la ira de su gente y sus propios fantasmas. Trabajar así es tortuoso, pero no queda otra. Tendrán que jugarse el todo por el todo, hasta el final. Hasta el técnico, que en dos meses pasó de salvador a discutido. “No me siento inmune”, advirtió De Felippe, que sabe que si los bajan del podio que asciende, será fusible. Acá no se salva nadie, muchachos. Ni los buenos.
Al devaluado Boca-River de hoy lo rescatan la pasión, la publicidad, el brillo de la historia. Pero ni el duelo Bianchi-Ramón me distrajo del increíble presente de Independiente. El club al que, de chico, iba a ver perder a su cancha cuando abrían las puertas en los segundos tiempos; al que extraño en Primera porque nada es lo mismo sin ellos.
Porque ese club –mi enemigo íntimo, como Herzog y Kinski– es parte de mi historia, la de mi ciudad arrasada; fábricas, tiempo de rosas, Avellaneda blues, golazos; las copas, bien en alto.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.