Por Silvina Friera/Pagina 12
Enorme poeta, pero también novelista y dramaturgo, vivía en París desde 1961, pero siempre escribió en español y enriqueció su obra con los ritmos y la cadencia de su Entre Ríos natal. Publicó, entre otros,
El origen de la luz, Maizal del gregoriano, Diario de Eleusis. Cómo no extrañar la bella sonrisa de Arnaldo Calveyra, soñador de ojos sonrientes, tan celestiales como dicharacheros; el «cuchicheo» de una voz entrañable y atenta que jamás cultivó la desmesura en su canto ni tuvo urgencias por publicar. La muerte es fatal y tan traicionera que no avisa. No se anunció el jueves a la noche, en París ciudad donde vivía desde 1961, en la casa de su hija Eva, cuando el grandísimo poeta, novelista y dramaturgo entrerriano de 85 años se sintió mal. Llamaron al médico y murió. Al parecer fue un infarto; no estaba enfermo. El único «consuelo» quizá sea que no sufrió o ni se dio cuenta. La última vez que esta cronista lo vio, en mayo del año pasado, cuando presentó Novela (Adriana Hidalgo), estaba entusiasmado, transformando en alegría todo lo que tocaba ya sea con sus palabras o con su hermosa mirada, con un nuevo libro entre manos que no sabía muy bien para dónde rumbearía.
«Nunca me ganó el apuro, va lento y se verá. Tampoco pienso que es el último libro. No tengo esas pretensiones. Yo sigo hasta que se pueda. Pero qué es, no sé. Sucede en el campo, en el lugar donde viví en Entre Ríos. En el fondo es alguien que se quedó solo en una casa de una familia muy grande. Y no sabe adónde se fueron los padres y hermanos. Está solo en esa casa y espera que vuelvan y les prepara comida. Es todo lo que puedo decir como anécdota. Yo creo que han muerto y que él no tiene mucha capacidad, pero no sé… Avanzo contra viento y marea», decía en la entrevista con Página/12. Calveyra fue autor de poemarios, cuentos y novelas como Cartas para que la alegría, El hombre de Luxemburgo, La cama de Aurelia, Si la Argentina fuera una novela, Diario del fumigador de guardia, El origen de la luz, Maizal del gregoriano, Diario de Eleusis y El cuaderno griego, entre otros títulos. Desde el comienzo, Arnaldo necesitó escribir en la calma de una pieza. En la pieza de Mansilla, el pueblo de Entre Ríos donde nació en 1929; en la pieza de Villa Elisa (La Plata), donde estudió y vivió un tiempo; o en la pieza de París. Nunca dejó el nido de la lengua que acunó en Mansilla. El ritmo sereno de su «cuchicheo» era la marca de su infancia entrerriana, de ese castellano que tanto amaba, la fuente de su preocupación vital y de su alegría, la lengua madre en la que escribió hasta el final, a la que definía como «una corriente de agua que está todo el tiempo vibrando y corriendo».
Nunca probó el francés porque lo consideraba «muy estático y asertivo» y solía comentar que su traductora al francés, la entrañable Laure Bataillon, le decía que era «un poeta difícil de traducir». Cuando editó su primer poemario Cartas para que la alegría (1959), Mastronardi comentó el libro en la revista Sur: «El movimiento poético que recorre este libro singular, donde Calveyra intenta un osado experimento estilístico, aparece regido por una suerte de música que viene de su infancia y a cuyo ritmo se muestra dócil». A fines de la década del 50 llegaría el primer viaje a París, ciudad donde, tiempo después, conocería a Julio Cortázar, con quien mantuvo una amistad estrecha y duradera; y a Alejandra Pizarnik. «Lograr un poema es la patriada mayor, así sea de tres sílabas, de tres líneas afirmaba a este diario. He trabajado como traductor para la Unesco y llegaba un momento en que estaba tan cansado de cargar con palabras ajenas que andar con las mías ni por las tapas… En eso he sido muy pero muy duro para conmigo mismo. Menos plata, menos lo que quieras, pero tiempo para escribir. Hice todo lo posible para que quedara tiempo, que hubiera un margen entre un trabajo y mi trabajo.»