Mirta González de Bertotti ha superado algunos problemas que la agobiaron durante cinco años. Por ejemplo, partió Don Américo, el suegro mafioso, dejando para su hijo Zacarías una casa vieja pero lo suficientemente espaciosa como para albergar las imágenes de la nueva pesadilla cotidiana que la espera. Su marido está más viejo, pesado, aburrido y q
Mirta González de Bertotti ha superado algunos problemas que la agobiaron durante cinco años. Por ejemplo, partió Don Américo, el suegro mafioso, dejando para su hijo Zacarías una casa vieja pero lo suficientemente espaciosa como para albergar las imágenes de la nueva pesadilla cotidiana que la espera. Su marido está más viejo, pesado, aburrido y quejoso. Caio ha pasado de la adolescencia a la primera juventud y acentúa con vigor su marginalidad. Nacho bifurca sus pulsiones bisexuales hacia una homo más explícita, exhibicionista y desfachatada. Sofía ya no es una nena, es una “bebota” deliciosa y de gozosa promiscuidad. Llegan de afuera dos sinvergüenzas veteranos, el hermano de Zacarías, Jeremías (fogueado en mil trapisondas delictivas) y Silvia, un levante de pizzería de Caio en una noche de borrachera que se queda también a vivir con ellos. Es decir, allí están las figuras escalofriantes de ese Jardín de las Delicias que es la casa de Mirta.
Como en las aventuras-desventuras de la exitosísima primera parte, cinco temporadas completas y un millón de espectadores, Antonio Gasalla se instala en todos los controles del espectáculo que abarcan desde el libro –ya no puede hablarse de Casciari que, desde luego, sigue figurando– y la dirección hasta su extraordinaria interpretación, que es la única razón de ser de Más respeto… Son tantos los desbordes de texto y gestualidad, en muchos casos con zambullidas en lo soez y lo escatológico, que sin esa presencia dominante, hipnótica y de explosiva comicidad la propuesta sería del todo indigerible.
Pero allí está uno de los padres del remoto café concert, creador de hallazgos únicos en la historia del teatro argentino (hizo hasta de vaca y de corazón) para poner de pie una vez más a la sala repleta de El Nacional en ovaciones interminables cuando cae el telón. El resto acompaña bien –Lapacó, Liporace, Móttola– y regular –Martín, Pérez, Borrás y una muy nerviosa Marzol– pero, aunque intervienen mucho, no dejan de ser comparsería. Toda la magia está en ese actor que se aproxima al medio siglo de carcajadas arrancadas a puro talento.