Quienes vean mañana a las 22 por HBO los 66 minutos del episodio 10 de la cuarta temporada de Game of Thrones se encontrarán con lo que sus productores, Dan Weiss y David Benioff, prometen será el mejor cierre de temporada de la serie y con el principio de lo que podría definirse como un nuevo rumbo (más fantástico, más poblado de criaturas míticas).
En el capítulo llamado The Children, los fanáticos de GOT se encontrarán con un gran momento de Tyrion, el personaje interpretado por ese enorme actor (sin ironías) que es Peter Dinklage matando a su padre Tywin (Charles Dance), en una de esas sorpresas tan frecuentes en el mundo de George R. R. Martin. Lo que iniciará un camino nuevo, en el que los fanáticos de Dinklage quizás lo vean menos (de acuerdo a cuán fieles sean los productores a los libros).
Para alegría de Cristina Kirchner, lo que se viene es el tiempo en el que el personaje de Daenerys Targaryen, Emilia Clarke, la “madre” (mysha, en el lenguaje creado para la serie) o “madre de dragones” se enfrentará a nuevas aventuras por el poder, cada vez más intensas, y tendrá problemas para contener a sus propios “hijos” (¿tendrá la presidenta algún material para reflexionar al respecto?). Y también el del atribulado Jon Snow (Kit Harington) quien –nuevamente, un inevitable spoiler– termina triunfando en la protección de El Muro gracias a una ayuda externa –atención Axel Kicillof–. La aventura de Snow sigue, aunque no sabemos cuánto. Recientemente, Harington declaró refiriéndose a las próximas temporadas que no sabe si “me quedaré sin trabajo”.
Viene un tiempo de movidas por el poder que, en el caso de la serie, siempre es un objetivo más a futuro que un tema del presente de los personajes. Porque lo mejor de lo que mostró hasta hoy Game of Thrones quizás sea también lo peor de la serie. Mucho se habla de aquella ruptura de la “convención serial” que es “matar” a personajes protagónicos aun antes del fin de la temporada. Game no fue la primera en hacerlo –quienes hayan visto la inglesa Luther, tan distinta a GOT, o antes la durísima The Shield (que pudo verse entre 2002 y 2008) saben que no es un recurso nuevo–. Pero lo que pasa aquí, en este fantástico show que es la serie, lo que es lo mejor y lo peor de Game of Thrones (como las muertes y muchas otras cosas esenciales de la vida, por ejemplo el amor o el sexo) es que todo parece suceder con cierta dosis de arbitrariedad. Lo interesante de la serie es que las motivaciones, la historia de los personajes (y lo que podríamos llamar “la historia de la historia”) no se sostienen en psicologismos que los espectadores podemos ver, imaginar o intuir.
La palabra “game” es mucho más clave incluso que “thrones”: tal como se ve en los fantásticos créditos de la serie es que es casi como un TEG con actores en un mundo irreal en el que lo supuestamente medieval, o la invocación al pasado o la mitología, no es más que un marco, un tablero. Y decimos que es un TEG y no, por ejemplo, un ajedrez, porque en el mundo de Game of Thrones muchas veces nos parece que el azar define más que las reglas. Los que vieron el último capítulo, considerado por muchos el mejor episodio bélico de la historia de la televisión, La batalla del muro, pudieron constatarlo: cien guerreros pueden triunfar sobre cien mil con gigantes y mamuts.
Si el infantil de Harry Potter es casi un compendio de citas mitológicas o El Señor de los Anillos de Tolkien es casi una alegoría con intenciones filosóficas en la que todo cierra, lo que fascina es su capacidad de sorprender. No sólo mueren personajes protagónicos todo el tiempo: sino que la traición es lo constante, hay muchos “malos” que a lo largo de la temporada se volverán casi buenos –nunca se sabe en Game of Thrones–.
No hay causas en Game of Thrones más allá del deseo de poder y el sexual. No hay “historias reales”: quienes piensen que la historia sucede en una suerte de Edad Media se van a encontrar con ahistoricidades que incluso pueden irritar.
Sin embargo, esa ahistoricidad, esos golpes bajos, son lo que la hacen genial y entretenida. Podríamos decir que la actualidad “seriéfila” (terminada Breaking Bad) se divide en una lucha de dos por el poder acerca de cuál es “la” serie de nuestro tiempo. En ese sentido, el de la sorpresa, el cambio permanente, el show y la velocidad, podemos afirmar que GOT es definitivamente la “anti Mad Men” de nuestros días. Lo que en un caso es psicología, ritmo cuasi europeo y una nostalgia por lo que incluso no vivimos, en el mundo imposible de Martin es el reino del deseo y la ambición sin otra causa que seguir adelante. Como dice la canción de Caetano Veloso: “Navegar es preciso, vivir no es preciso”. Pregunten a la joven Lady Arya Stark, si no.
*Periodista.