Al torneo de Transición se lo valora por la gran cantidad de conquistas, pero la abundancia no significa virtud. Por qué es cada vez más inequitativo.
Juan Manuel Herbella
En estos días, con el hincha buscándole entidad y los equipos grandes deambulando por la mitad de la tabla con la cabeza en otro lado (en la Copa Libertadores), mucho se ha escrito, hablado y ensalzado al promedio de gol del torneo Transición 2016. Para adornar el escenario, llegó la conquista número 90.000 en la historia del fútbol argentino (Santiago Stelcaldo, para Vélez, ante Rosario Central). Pasado y presente se impulsaron a través de los goles para invisibilizar lo que hay detrás: un campeonato híper-corto, anómalo, inequitativo y disfuncional.
Definitivamente, no está probado que un campeonato con más goles sea un campeonato mejor. Por sí solo, como cualidad, no refleja más valor que el emotivo y, en su detrimento, es característico de competencias dispares o de bajo nivel. Hoy, el torneo argentino es considerado como el cuarto mejor del mundo por la Federación Internacional de Historia y Estadística del Futbol (IFFHS): a las claras, el reconocimiento es fruto de lo que brindan individualmente sus equipos (en el plano nacional e internacional) y no producto de su organización.
Absurdo desde su base de treinta equipos, la conformación final dependió en gran medida de la suerte del sorteo (para el armado de las zonas) y terminará alumbrando a un campeón con tan sólo diecisiete partidos. En su defensa, podrían esgrimir que no hay mucha distancia entre los diecisiete actuales y los diecinueve que tenían los viejos torneos cortos pero aquellos al menos gozaban del prestigio de la ecuanimidad del “ida y vuelta” y el “todos contra todos”. El sistema actual, con formato de dos zonas y definición a un partido entre los primeros, posibilita que el campeón no se cruce con la mitad de los adversarios (donde podrían estar los mejores): dejándole al azar un rol preponderante.
El fútbol argentino se torna cada vez más inequitativo. La equidad es la virtud de dar a cada uno según lo que necesita, sosteniendo esa decisión en un principio ético. Pensada en valores absolutos, no debería existir en el negocio voraz del deporte profesional; como tampoco la igualdad, que pregona dar a todos lo mismo. Ahora, sí existen, alrededor del mundo, competencias más equitativas y otras menos: principalmente en lo que respecta al reparto del dinero y en la consideración arbitral. Es de público conocimiento que, en estos últimos meses, se incrementó la brecha entre chicos y grandes al momento de repartir los derechos económicos de las transmisiones de Fútbol para Todos. En 2016, Boca y River obtendrán casi seis veces más de lo que recibirá el equipo más pequeño.
Recién después de plantear esta realidad, se podría hacer hincapié en los beneficios del promedio de gol sin caer en una falacia. Tras diez fechas disputadas (150 partidos jugados), el torneo registra 429 tantos, dando un promedio de 2,86 goles por partido. El valor supera levemente a los registros de ciertas ligas europeas, principalmente aquellas donde hay equipos poderosos que pelean por los puestos de arriba, mientras el resto se reparte las migajas. Es innegable que el gol genera emoción pero su abundancia no prueba ser virtud, y menos aún si está sostenida en la desigualdad.
Así es que el fútbol argentino vive un escenario lógico y esperado. Si incremento la cantidad de equipos se amplían las distancias en cuanto a jerarquías (tanto individuales como colectivas) y, por ende, hay chances de más goles. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta que la brecha se aumenta cuando comparo treinta con veinte.
Es cierto que el resultado final también encuentra un fundamento en la mayor predisposición de ataque de la nueva camadas de entrenadores pero esa intención, para luego verse reflejada en el marcador, cuenta con la inestimable ventaja del entorno.
Desconocer esta realidad, le quita seriedad a cualquier análisis. Al fin de cuentas y salvando las distancias, un “solteros contra casados” puede terminar con muchos goles, transformarse en un espectáculo entretenido, pero no necesariamente es un buen partido.