August Strindberg inventa la idea genial de cruzar los géneros de naturalismo y tragedia griega, con lo que produce algo de una intensidad tremenda (propia de la tragedia) pero en el campo de la verosimilitud del naturalismo. Su mundo es perturbado, paranoico, misógino y, a la vez, muy hondo, porque habla de la condición humana, de la lucha de los sexos, como pocos dramaturgos en el mundo lo han hecho. Es un especialista en lo peor de la relación entre el hombre y la mujer. El “Ni una menos” ya está en Strindberg, porque muestra lo peor del sometimiento de la mujer bajo el hombre. Por supuesto, no es el “Ni una menos”, porque está muy lejos de defender a las mujeres. No obstante, las figuras femeninas en el imaginario de Strindberg son poderosísimas, y también son muy frágiles.
La actualidad de Strindberg radica, entre otras cosas, en la violencia de género, en la ambición, en los personajes psicópatas. Como todo clásico, se resignifica con cada uno de los tiempos en que se pone en escena. Strindberg tiene además una inteligencia sobrehumana, que se ve en todos sus textos, como El hijo de la sierva, como Inferno (que escribió en París cuando sufría un brote psicótico). Estuvo también interesado en la alquimia; fue alguien muy avanzado para su tiempo.
Pero más allá de su momento puntual, Strindberg siempre toca la condición humana, condición hacia la que en la actualidad no me siento muy optimista, en vistas de lo que sucede en nuestro país y en el mundo: refugiados, guerras, avance de la derecha. Todo esto es muy angustiante para unos cuantos millones de habitantes del planeta, que estamos afligidos, preocupados, desolados, a los que Strindberg tiene mucho para decirnos.
La primera vez que trabajé con un texto de Strindberg fue en El padre, bajo la dirección de Alberto Ure. Ensayamos un año y medio en Villa Crespo, en el galpón del fondo de la que entonces era mi casa (hoy es El Excéntrico de la 18, y cumple treinta años). Eramos siete mujeres; yo era el Padre. Usábamos ropas ajustadas, escotes, tacos aguja y bocas muy rojas: una verdadera exaltación de los signos de lo femenino, en un mundo sin hombres. En un mundo donde se construía la tragedia, la lucha de sexos, el poder sobre el otro con la misma ferocidad que en un mundo hétero. Fue una obra explosiva para las actrices y para el público: los hombres salían muy deprimidos y las mujeres muy angustiadas. Siempre imaginé que esta puesta en escena era la realización de una pesadilla de la misoginia de Strindberg, para quien las mujeres fueron siempre tan inmensas. Tan oscuramente poderosas.
Precisamente El padre, La señorita Julia y Acreedores forman la trilogía de tragedias naturalistas: el cruce de géneros genial que Strindberg inventa. En particular, La señorita Julia es una tragedia clásica aristotélica perfecta: tiene unidad de acción, unidad de tiempo y unidad de lugar. Lo que sucede es irreversible, abismado, violento. La muerte es inexorable. Pero el terror y la piedad tal vez no sucedan hoy, en estos tiempos revueltos donde la realidad es más trágica que la ficción. Tal vez ya no haya purga posible. Para esta puesta en escena que se ve en el Centro Cultural de la Cooperación ensayamos durante cuatro meses sobre la adaptación que Alberto Ure y José Tcherkaski escribieron en 1978. Improvisamos con la técnica que el mismo Ure inventó y revisamos las dos traducciones directas del sueco, además de otra en inglés.
Belén Blanco (Julia), Gustavo Suárez (Juan) y Susana Brussa (Cristina) realizan un trabajo en los bordes del realismo. La “puesta en boca” del texto hace un contrapunto con la “fisicalidad” extrema que compone la partitura de esa noche de San Juan en la que cada personaje quebrará su destino; nadie saldrá de esa cocina de la casa del Conde, padre de Julia. La destrucción es segura.
Virginia Leanza trabajó en la dirección de movimiento y Carmen Baliero construyó una doble partitura sonora, en la que dialogan la fiesta que sucede afuera y los movimientos subjetivos que atraviesan a esos tres seres y crean los climas, las atmósferas, los ritmos, las texturas, los estados y los dilemas en los que ellos se debaten. Una luz sesgada, expresionista, a cargo de Sebastián Marrero, completa el equipo argentino-uruguayo, que es coproducción a cargo de Fernando Madedo e Ignacio Fumero, por ambas orillas.
El imaginario atormentado de Strindberg nos atraviesa el alma, nos sumerge en la angustia y la desolación que toda tragedia debe provocar y que se sigue repitiendo a través de los siglos. Los seres humanos nos parecemos cada vez más a los personajes que desde hace 2600 años nos cuentan lo imposible de nuestra condición.
*Actriz y directora. Presenta, bajo su dirección, La señorita Julia, de Strindberg, los sábados y domingos a las 20 en el Centro Cultural de la Cooperación (A. Corrientes 1543).