Los argentinos somos los campeones de las excusas. Casi nunca lo aceptamos y nos creemos más de lo que somos.
Se está acercando el Mundial de Brasil. Será en junio de 2014 y la cuenta regresiva nos pone ansiosos, nos hace discutir con colegas y amigos la lista de jugadores que debería convocar Alejandro Sabella, si se puede salir a la cancha con los “cuatro fantásticos” como Messi, Agüero, Higuaín y Di María, si vale la pena sacar a uno y poner otro mediocampista de marca y así podríamos seguir hasta el infinito.
También se habla de lo difícil que sería para la Argentina ganar el torneo porque Brasil es el dueño de casa, los que quieren la derrota albiceleste son una enorme mayoría, los anfitriones no permitirán una nueva debacle popular como la que ocurrió en 1950, cuando Uruguay paralizó a la multitud que llenó el flamante Maracaná y les arrebató el campeonato.
No ocurrirá dos veces, dicen los que saben. Son todos argentinos, discutidores, a veces fanfarrones, a veces intemperantes, a veces un poco más moderados. Eso sí, como casi todos nosotros, consideran que la Argentina es candidata “natural” a quedarse con la Copa del Mundo. Invocan la historia de los mundiales, el estilo futbolístico de nuestra selección, la presencia de Messi a pesar de que “le van a pegar mucho” y los pergaminos históricos que supimos acumular.
Sin embargo, un repaso cronológico sobre todos los mundiales desde 1930 hasta hoy, nos explica claramente por qué los argentinos no tenemos tantos pergaminos para mostrar y sí somos exageradamente confiados en nuestras fuerzas y la subestimación de otros seleccionados. Somos los campeones de las excusas y en realidad podemos revisarlo juntos porque no tendríamos que atarnos los rulos con tanta impunidad. Mejor mirar para atrás un poco.
Veamos. Perdimos el primer mundial en 1930 en la final contra Uruguay. Se jugó en tierra oriental, en Montevideo. La Argentina terminó el primer tiempo ganando 2-1, pero los celestes se lo dieron vuelta en la segunda parte, convirtiendo tres goles. Se dijo que la policía y los soldados ubicados en los costados del campo de juego del estadio Centenario apretaron a los jugadores albicelestes y hasta les mostraron las bayonetas de sus escopetas… O sea, perdimos porque nos amenazaron. La culpa es de los otros.
En 1934, el nuevísimo profesionalismo argentino subestimó la Copa del Mundo y se optó por enviar un equipo integrado por jugadores del interior del país sin mayor experiencia. Fue debut y despedida, Suecia nos eliminó por 3-2 en Italia. En 1938, la Argentina se postuló porque teóricamente le tocaba a Sudamérica organizarlo, pero se lo dieron a Francia, cuando la Segunda Guerra Mundial llamaba a alistarse. Como se hizo nuevamente en Europa y se ignoró la propuesta argentina, nos ofendimos y no participamos, ni siquiera de las eliminatorias. La culpa fue de la FIFA, que no aceptó que fuéramos la sede.
Después de los sangrientos años cuarenta, llegó el momento de la cuarta Copa del Mundo. Brasil se postuló y ganó la sede para 1950. El gobierno del General Perón quería resultados que ratificaran el rumbo exitoso que llevaba el país. Se preguntó desde el poder a la dirigencia si la Argentina estaba en condiciones de ganar el mundial y la respuesta fue negativa. Sobre todo, con el fuerte argumento del masivo éxodo de jugadores que dejaron el país en 1948 y 1949 para llenar vidrieras colombianas, italianas y francesas. En consecuencia, se bajó el pulgar y no viajamos. Eso sí, tampoco hicimos las eliminatorias. La culpa la tuvieron los jugadores que se fueron.
Llegó 1954 y la sede fue Suiza. El gobierno peronista seguía empeñado en querer un éxito lapidario y las exigencias no se compadecían con el presente del fútbol mundial. Por lo tanto, no se arriesgó y la Argentina volvió a negarse a participar. La culpa no supieron bien a quién atribuírsela. En cambio, cambió el gobierno y desde la llamada Revolución Libertadora se fomentó que el país jugara las eliminatorias. Así ocurrió y se desembarazó con facilidad de bolivianos y chilenos. Sin embargo y a pesar de la creencia general de que practicábamos un fútbol insuperable, se llegó al papelón al caer 6-1 ante Checoeslovaquia y quedando eliminados en primera ronda. Nadie quiso atender los llamados de quienes pedían mejor preparación, más trabajo físico y un conocimiento, aunque sea mínimo, de quiénes eran los rivales. La culpa la tuvo el periodismo…
En 1962 repetimos errores de organización, peleas internas, poco trabajo colectivo y la conclusión fue un nuevo fracaso deportivo: marchamos de vuelta, tras escasos tres partidos. En 1966 hubo más atención, un plantel más preparado y se avanzó a la segunda fase. Allí nos aguardó Inglaterra, que ganó 1-0 en un encuentro en donde el equipo de Juan Carlos Lorenzo apenas pateó un tiro al arco. La culpa fue del árbitro alemán Kreitlein, que expulsó a Rattin y por eso perdimos.
En 1970 ni fuimos. Nos dejó afuera Perú en plena Bombonera. Fue empate en dos goles y una eliminación dolorosa en cancha propia. Para 1974 se hizo algo insólito: tres entrenadores (Cap, Víctor Rodríguez y Varacka) condujeron al plantel envueltos en sus propias diferencias. Los holandeses nos dieron un baile fenomenal y llegamos a jugar siete partidos. Apenas ganamos uno, a los simpáticos haitianos por 4-1. La culpa fue de Cruyff y los suyos.
Fuimos campeones en 1978. Como se titula el excelente libro de investigación del colega Ricardo Gotta. Equipazo, Menotti que jerarquizó la Selección, una línea coherente de juego, todo eso es indiscutible. Título merecido, rivales durísimos, aunque hay puntos oscuros: el partido con Perú, la presencia del dictador Videla en el vestuario peruano antes del partido, el supuesto soborno al plantel incaico, todo quedó ahí, sin la claridad necesaria y más allá de la enorme superioridad argentina sobre Perú. Les ganamos a todos, no aceptamos ningún pero.
En 1982 reflotamos la tendencia a ser soberbios y creernos más de lo que éramos. En realidad, era un plantel muy valioso, el de 1978 más Maradona, Ramón Díaz y Valdano. Sin embargo, apenas se pudo superar a Hungría y El Salvador. La culpa fue del aburguesamiento. En 1986, con un Diego a pleno, se reconquistó la Copa del Mundo en tierra mexicana. Maradona fue su mejor versión por lejos y nos llevó al segundo título. Claro, quedó el manchón del gol con la mano ante los ingleses. “La mano de Dios”, bautizamos para no culparnos de algo ilegal.
En 1990 se jugó muy mal y se llegó al inmerecido subcampeonato. Quedaron Goycochea, los penales, Diego lastimado y enojadísimo con los italianos, poco más. La culpa fue de Bilardo, que no hizo los planteos adecuados. A vuelo rasante: en 1994, equipazo y Coco Basile técnico. El dóping de Maradona nos dejó afuera de todo. En 1998 sacamos a los ingleses pero nos sacaron los holandeses, la culpa fue de los postes de Van der Sar. En 2002 la culpa fue de Bielsa, que no llevó ni a Riquelme ni a Saviola. En 2006 la culpa fue de Pekerman, que no puso a Messi contra los alemanes. Y en 2010, la culpa fue de Maradona, porque no planteó bien el partido ante la máquina alemana inconmovible. Fue 0-4 y despedida.
En resumen, nunca perdimos porque nos ganaron bien. O casi nunca. Casi nunca lo aceptamos y nos creemos más de lo que somos o fuimos. Por lo menos en el fútbol, para no meternos en otros menesteres.