Pese a la llegada de Merlo, Racing sigue siendo el peor equipo de la temporada.
“Y en el mundo entero no había más bronce que el de aquella estatua. Entonces tomó la estatua que había creado, la colocó en un gran horno y la entregó al fuego. Y con el bronce de la estatua del ‘Dolor que se sufre toda la vida’ modeló la estatua del ‘Placer que dura un instante’”, Oscar Wilde (1854-1900), de “El artista”, incluido en “Poemas en prosa” (1894).
“Cerremos los ojos / Afuera sus vidas van más rápido / Oh, no vamos a ceder / Seguiremos viviendo en el pasado”, cantaba en los 70 Ian Anderson, haciendo malabares con su flauta traversa. Ojalá se pudiera. La verdad –si tal cosa existe más allá de quien tiene poder para imponerla– parece estar del lado de Schopenhauer, que un siglo y medio antes que el líder de Jethro Tull compusiera su Living in the past, escribió en El mundo como voluntad y representación: “Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida”. Y así es, mal que nos pese.
Ni Bianchi ni Ramón Díaz repiten sus éxitos en cadena por el simple hecho de sentarse en el mismo banco que usaban cuando sobraban títulos y cracks; ni Independiente gana con la camiseta en el Nacional B. Que el miércoles haya empatado con Villa San Carlos de local, mientras Arsenal de Sarandí jugaba la Copa Libertadores contra Peñarol en el Centenario parece una mueca siniestra de la suerte. Que a nadie que sepa de su triste presente debería sorprender. Un pasivo descomunal y en aumento, amenazas, tensión interna, un escándalo sexual, mensajes mafiosos de los barras –perros muertos colgados en el predio donde se entrena el plantel, quinchos incendiados–, el lento pero inexorable derrumbe de la buena imagen que alguna vez supo ganarse Cantero. Nada es casual.
Y si nadie vive en el pasado, nadie vive en el futuro. Por eso Vietto, De Paul o Viola son lo que son, no lo que tal vez lleguen a ser. Es hora de hablar de Racing, el equipo yo-yo. Ay. Hoy un juramento, mañana una traición; diría don Carlos. Y se quedaría corto.
Aquel velorio para celebrar el descenso de los vecinos –hecho con el guiño de algún tarado con autoridad que oscureció el estadio– despertó, parece, una maldición que reíte de la de Spinoza. No hay caso. El club es un imán que atrae a los peores dirigentes del planeta. Hace más de cuarenta años que, como Sísifo, llevan la pesada piedra en sus hombros hasta la cima, la estrellan en la cabeza de todos y ahí sí –recién ahí– dejan que ruede cuesta abajo, para volver a empezar. No se puede hacer todo tan mal. Bah, sí se puede. Hay que verlos; infalibles, dando cátedra. Virtuosos del error.
Hacerle una estatua a Merlo –clásica desmesura del hincha académico– fue una idea simpática, inocente, que homenajeaba a quien logró la hazaña de ganar un título nacional después de 35 años. Nada personal, muchachos, pero sépanlo: con ese bronce, lo mataron. Al menos para Racing.
Merlo, en tanto estatua, jamás debió volver. Ni en 2006, en medio del caos tragicómico de Blanquiceleste y De Tomaso; ni tampoco con Víctor Blanco, solo de toda soledad en un club en llamas luego de la guerra idiota entre monseñor Molina y Cogorno –falso delfín, gran chocador de calesitas–, que lo llamó de urgencia para trabajar de técnico… y de estatua. Solo él podía calmar la furia de la tribuna. Funcionó, un tiempo. Y el equipo volvió a caer en un pozo sin fondo. El partido de ayer es una anécdota.
Que un técnico se juegue el trabajo por un resultado o creer que sus jugadores lo “respaldan” ganando son dos de las ideas más absurdas que el ambiente futbolero instaló. Esto no es cine, donde genios como Fellini o Ermanno Olmi –el de El árbol de los zuecos– hacían maravillas dirigiendo espontáneos. El técnico elige, ordena y queda en manos de los jugadores. Si después no aciertan un pase y el equipo parece un títere sin hilos, no habrá salida. Para nadie.
Un mal planteo puede desquiciar al mejor equipo; tanto como tres o cuatro pies cuadrados destrozan la mejor táctica. Pero si ambas cosas se combinan, y se suma la falta de confianza y profesionalismo de los chicos, achaques físicos en los veteranos, lesiones, nula imaginación para buscar variantes, asociarse o sorprender, la cosa naufragará, fatalmente.
No son los equipos de Merlo los más lindos para ver. Pero siempre se las rebuscó para armar estructuras sólidas, sacapuntos. Y en un torneo de 19 fechas, con viento de cola y algo de fortuna, salió campeón en 2001. Por única vez en 28 años de técnico. Y fue estatua.
Que por politiquería barata alguien piense en deshacerse de Saja, el mejor arquero que Racing tiene desde Fillol, es un síntoma más de la locura reinante. El plantel armado por Cogorno, Zubeldía y Ayala resultó una obra maestra del terror, con puestos superpoblados y otros desiertos; lo que en algo exculpa a Ischia –que huyó si pegar una– y al mismo Merlo. Aunque subir al medio del campo a un central alto, torpe y lento como Campi; exponer a Saveljich, fuerte pero sin experiencia para disimular sus limitaciones; consagrar y congelar a Gómez; reemplazar siempre a De Paul cuando es el único que intenta jugar o poner a Camoranesi para remontar lo irremontable, son fallas propias, no heredadas. Quizá Vietto y Viola no sean ni tan cracks como creían todos, ni tan flojos como se los vio este año. Son chicos. Nombre por nombre, no parecen menos que nadie. Pero los números no mienten. Son, lejos, el peor equipo de la temporada.
Si lo hubiesen planeado, no podía salirles tan mal. Merecen, estos dirigentes y tantos otros –oh no, alguien llamó a Lalín: ¡santo redoblante!–, sus propias estatuas, pero de barro. Sólo para que los socios se den el gusto de voltearlas en una ceremonia pacífica, simbólica. Como para sentir que, tras ese derrumbe, algo puede quebrarse para bien en un club tan raro, masoquista, furioso, melancólico. Algo que termine el infinito, obsceno, asombroso desfile de ineptos con poder.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.