La reposición de Estado de ira surge, fundamentalmente, del deseo de volver a hacerla. El deseo, y la necesidad también, de reunirnos nuevamente –con el elenco que le dio origen– alrededor de una pieza basada en el puro trabajo actoral. Serán sólo ocho funciones, pero la coincidencia en los tiempos de todos era una ocasión que no queríamos dejar pasar. Y es que la obra es un tramado de situaciones cruzadas, cuyo conflicto no se entiende tanto por las palabras que se enuncian sino por el modo en que uno ve que esos personajes se tratan entre sí. Y esto, a la hora de actuar, es un constante desafío.
Durante un ensayo de Hedda Gabler, pieza de Ibsen que nos sirve de marco para el despliegue de la trama, vemos lo que suscita el encuentro entre un grupo de actores-funcionarios y una afamada actriz a la que deben preparar para el rol principal. Este enfrentamiento adquiere en la obra una dimensión de pesadilla, que llega a la desesperación. Ahora bien, en la pieza se buscó no tomar partido por ningún bando. Cada uno tiene sus razones. Y si bien aquí lo que sucede es entre actores, creo que es común a lo que puede pasar en todo grupo humano: celos, comparaciones, sentirse no reconocido, desvalorizado o dejado de lado… no son sentimientos privativos del mundo del teatro. Quizás de allí provenga el título de la pieza. A la vez todo sucede en una supuesta dependencia pública en los años 50. De todos modos sólo a través del vestuario y de elementos de la escenografía se da cuenta de una posible ubicación histórica; sin muchos más datos preferí apelar a la memoria sensorial que el espectador tiene de aquellos años, por haberlos vivido o visto en documentales y películas. Por otro lado, ubicar la obra en esa época permitía mirar con ojos nuevos algunas cuestiones del “deber ser” de la actuación que, más allá de que ha pasado el tiempo, creo que siguen vigentes.
Lo que me sigue llamando la atención son las cosas que hacen reír a la gente durante la obra. Y si bien es un espectáculo con situaciones de humor, está también el hecho de asistir a la degradación de un ser en manos de otros. Imagino que habrá algo catártico en esto. Ver desde una butaca cómo a ese que está en el escenario no dejan de pasarle cosas, una peor que la otra. Quizás haya algo tranquilizador de que le pasen a otro y no uno.
Ahora, si se me pregunta cómo dialoga la obra con el presente, necesito contestar por fuera de la obra. Porque creo que la obra se explica a sí misma, y en cada cual provocará resonancias diferentes. Desde lo personal, prefiero pensar en lo que puede generar invisibilizar al otro, lo que le sucede al otro. Es notable cómo podemos dejar de ver lo que no queremos ver, al punto de pensar que no existe. Y es lógico que el hecho de que se hagan visibles las injusticias, las diferencias, los desacuerdos, genere tensión, porque es incómodo. Ponerse en el lugar del otro no es tarea sencilla.
Desde antes de unitarios y federales nuestra sociedad es compleja. Y toda reflexión desde la sola coyuntura puede resultar engañosa. Por ejemplo: veinte años en una sociedad no es nada –aunque en la vida de uno lo sea, y mucho– y lo que pasó en la Argentina durante el terrorismo de Estado está ahí, se siguen reconstruyendo tramados sociales que habían quedado profundamente dañados. Los ecos se siguen sucediendo y a nuestra sociedad le seguirá llevando tiempo recomponerse. Lo que sí creo es que me resulta necesario pensarme desde dentro de esos conflictos que nos atraviesan. Por acción u omisión soy parte de lo que sucede en la sociedad en que vivo. Suponer, por ejemplo, que el bienestar de unos no tiene relación alguna con la postergación social de otros es un modo desde donde uno puede elegir ver lo que sucede a su alrededor. Pero creo que la realidad es un poco más compleja de como a veces nos gustaría que sea. Y en esa complejidad quedamos involucrados. Desde ya que frente a ciertas cuestiones graves que sucedieron y suceden en nuestra sociedad hay responsables concretos. Pero en la vida de todos los días, en nuestro trato cotidiano con los que nos rodean, se ponen en juego las mismas cuestiones: qué lugar le damos al otro y cuánto intentamos comprender lo que le pasa. Porque aun en lo más mínimo puede encenderse la violencia. Y creo que el peligro justamente es pensar esa violencia como un problema en sí mismo sin ver que quizás es una consecuencia de algo que pide a gritos ser mirado, ser visible.
Quizás la ira provenga de sentirse atrapado en una gran contradicción sin poder comprender por dónde y de qué manera destrabarla sin que el estallido sea la única opción. La agresión es algo inherente al ser humano. Y es ahí donde creo que el arte da la posibilidad de dar curso y transformar esos impulsos. El problema surge cuando esto queda vedado. Cuando la sociedad sólo se piensa en términos productivos, donde todo tiene que tener un fin y servir para algo. Esto puede resultar asfixiante. Si hay un deseo de hacer algo, no importa el fin, el placer de hacerlo debería ser razón suficiente. Y si esto puede hacerse con otros, mucho mejor.
*Director y dramaturgo. Creó en el año 2010 el espectáculo Estado de ira, que se repone los lunes en el Teatro Picadero.