De la autodestrucción de Racing a la búsqueda de crear fútbol con Riquelme y Gago.
“Entonces, una facultad lamentable se desarrolló en sus espíritus, la de notar la estupidez y no poder tolerarla”
Gustave Flauvert (1821-1880); de su novela inconclusa “Bouvard y Peuchet” (1881).
La alegoría del Titanic sería exagerada. Racing no era un barco majestuoso, lleno de lujos, inhundible. Arrancó como candidato por Saja, un grupo de chicos con futuro, veteranos que acompañaban y la ventaja de saber que en un fútbol de vuelo bajo, con poco –y un técnico inclasificable como Zubeldía– alcanza para pelear arriba. Se hundieron solos, sin iceberg.
Más que una superproducción con Di Caprio, este guión da para un spaghetti western de bajo presupuesto, de esos que en los años 60 filmaban en Cinecittà, Clint Eastwood, James Corburn o Lee Van Cleef. Allí, en los duelos, si los cowboys disparaban su pistola al mismo tiempo y acertaban, los dos caían muertos sobre la calle. El mismo estúpido rito eligieron Cogorno y Molina para autodestruirse. Sin puntería, todo duró demasiado. Pero por fin lo lograron. Bravo.
Que me voy, que te echo, que quiero mi plata, que cómo arreglamos lo de las firmas, que mando a hacer pintadas, que te destrozo por Twitter, que la barra se roba las computadoras de la contaduría. Un caos. El viernes a la noche estalló todo. Punto final para el abogado con cara de curita bueno y el joven contador que, en una insólita parábola, pasó de la tribuna y los pintorescos trapos de los Racing Stones, un subgrupo barra, al sillón presidencial, sin escalas. Un sueño que no tenía precio. O casi, me susurran.
¿Y ahora? Se hará cargo Víctor Blanco, vice segundo, único sobreviviente del trinomio que, ¡oh sorpresa!, parece un hombre sensato entre tanto inútil. Costó convencerlo. Mañana se hará oficial si es que antes –nada me sorprendería– no se arrepiente. En ese caso, habrá elecciones. Y mientras llegan, cualquier cosa podrá pasar. Si Calígula hizo cónsul a su caballo Incitatus, ¿por qué no nombrar presidente al redoblante que se estrelló contra la pelada de Lalín? Sería simbólico, ¿no? No tiene cerebro, es verdad, lo que no hace ninguna diferencia. ¿Exagero? Bueno, es Racing, mi club desquiciado; el que festeja la muerte ajena y al rato se suicida. Uf. Mejor cambio de tema.
Hablemos de Riquelme, el Enganche Melancólico; un personaje único en la historia del fútbol nativo.
Su última conferencia, el jueves, fue una performance. Imperturbable, aunque molesto por lo que se habló sobre su lesión, los tiempos del regreso y sus ausencias, manejó todo magistralmente, con ironía, aun con su discurso limitado, lleno de muletillas. Se tomó revancha y su arma fue la humildad, la forma más sutil de la soberbia. Dijo:
—Volví en los tiempos normales, lo que dijeron los médicos, y eso me pone contento; pese a lo que decían por ahí. Porque parece que acá el único boludo que tiene que jugar a la semana de desgarrarse soy yo. ¿O no es verdad?
—Sí… –llegó la respuesta, con temor y temblor. Faltó que le pidieran perdón.
“Falcioni me hizo correr como un boludo y yo no dije nada”, disparó el año pasado, sin anestesia. Juega con la palabrita porque sabe que hasta sus peores enemigos –sobre todo ellos– saben que de boludo no tiene nada. Su poder prescinde del énfasis. Nació en la cancha, gracias a su talento para crear una jugada de gol donde un segundo antes no había nada. Eso hacía Bochini. Pero Bochini era un solista; y su instrumento, el delantero. Riquelme es otra cosa. Un conductor; con las virtudes y los defectos de los líderes capaces de generar adhesiones y rechazos profundos. Dialéctica riquelmeana.
Decía Cocteau que a Picasso lo soportaban hasta quienes lo odiaban porque nunca usaba el talento, sólo su genio. Riquelme sorprende. En la cancha puede ser genial y afuera, parece un estudioso de Von Clausewitz. Maneja el arte de la guerra con serena impiedad, astucia, sin dar indicios de su próximo paso. Voraz, gélido en el conflicto, recurre a los medios cuando los necesita. Si no, los ignora. Nunca lo tentó el celebrity system local. Su mundo es inmutable; la familia, el barrio, los amigos. El resto es ajenidad, desconfianza. “El otro”, en términos sartreanos. El infierno. Y allí plantea su pelea por lo que quiere, aun pagando costos muy altos. Lo admiro más por esa Voluntad que por ser “el último enganche”, una posición que no existe; otro invento argentino, como el dulce de leche.
Cogorno y Molina no jugarán más juntos –o como se llame lo que hacían–, por suerte. La pregunta ahora es: ¿podrán hacerlo Riquelme y Gago? ¿No se superpondrán? ¿Sobrará talento pero faltará marca en un medio campo frágil que dejó expuesta más de una vez a la defensa?
Hoy jugarán juntos por primera vez en Boca. Pero con la Selección ganaron la medalla de oro en Beijing 2008, dirigidos por Batista. Gago, volcado a la derecha de Mascherano y Riquelme suelto, detrás de Messi y Agüero. Bianchi intentará un dibujo similar, con Méndez como falso lateral por derecha, para sumarlo al medio y evitar ahogar a Gago contra la banda. Audaz, pero atractivo. Veremos cómo funciona.
Riquelme necesita jugar “en el patio de su casa” para ser feliz y rendir a pleno. Por eso, intuyo, no deslumbró en Europa pese a que el bueno de Pellegrini armó un equipo alrededor de él en el Villarreal, luego de su fallido paso por el Barça. Un éxito que, sin embargo, terminó en conflicto. ¿Gago? Un buen jugador, clave para Sabella por su empatía con Messi, algo sobrevalorado por los medios, creo yo. En el Valencia –que lo dejó ir–, brilla Banega, hoy el 10 del equipo y segundo capitán. Son gustos, nada grave. No soy fan, es obvio, pero tampoco ciego: son dos cracks. Si Bianchi equilibra su equipo, será un placer verlos jugar.
¿Racing? Mis expectativas son de una modestia franciscana. Sumar, engordar el promedio y que la nueva dirigencia no dé vergüenza. Con eso, estoy hecho. Me sentiría aliviado; casi feliz, creo.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.