Cristiano Ronaldo, la cosificación del futbolista y un 9 que se niega a si mismo.
Es fantástico cómo el lenguaje funciona cómo síntoma. Podemos repetir la frase: “Los futbolistas dejaron de ser tratados como seres humanos para ser una mercadería”. Pero nada es tan contundente como el uso de la palabra menos pensada, la que devela la verdad oculta por el inconsciente. “El jugador tiene contrato hasta junio, después se verá”, aclara, por ejemplo, su representante, un dirigente, cualquier empresario, la prensa; su propio padre. Cada vez que hay dinero en juego, el objeto a negociar resigna –a cambio de una mayor rentabilidad para su carrera que, con suerte, durará una década– su identidad, su historia. “El jugador”, repetirán todos, cosificándolo sin culpa. El mismo protagonista hablará en tercera persona, asumiendo su condición. “El jugador debe adaptarse”, dirá. Y aceptará todo. Desde un cambio de posición que lo mantenga como titular –en la vidriera, en el mercado– hasta una trasferencia a una liga inverosímil en Malasia o Tombuctú, con tal de cobrar un contrato en divisa fuerte.
Cristiano Ronaldo es otro objeto. De lujo, pero objeto al fin. El jueves pasado, en Madrid, presentó una descomunal gigantografía suya de 15 metros de alto que cubre tres pisos en la Galería de Cristales del Palacio de Cibeles. Fue muy gracioso verlo en persona, paradito como un insignificante pigmeo frente a su propia imagen, todo músculo, cuerpo perfecto, luciendo una prenda exclusiva de la línea de ropa interior CR7. Objeto y sujeto frente a frente. Una metáfora perfecta; despiadada.
El que la tiene clarísima, pese a las críticas, es Florentino Pérez, el presidente del Real Madrid. Que íntimamente, debe saber que la ficha de Gareth Bale no vale esos 100.000.000 de euros, una cifra que, escrita con ceros, impresiona más. No importa. Su rendimiento será, en el peor de los casos, un mal menor, como pasó con Kaká. El tema es no descuidar el impacto, el show, el valor de la marca. El Madrid compite con el Barcelona y los otros grandes de Europa en la Champions League, pero en el universo de los negocios su espejo es la Disney. Sus partidos son como producciones de Hollywood, con el elenco soñado: los jugadores que admiran los hombres y desean las mujeres. Puro marketing. Y como el abono del cable cuesta lo mismo para ver películas o fútbol, el negocio es… grande como un mundo.
Bale es, antes que buen o mal futbolista, otro ladrillo de oro en la pared. Si el Barça es “mes que un club”, el Madrid es un imperio comercial, una marca capaz de competir de igual a igual con Coca-Cola. Y allí sí, gana lo que en la cancha le pueden birlar Messi y los otros enanos de La Masía. El inglesito, un excelente volante zurdo, la tendrá difícil. Le será imposible competir con el fenómeno CR7 que, además de ser una máquina perfecta de vender, es un talento que sufre la maldición de ser contemporáneo de Messi, esa excepción. Como Sísifo, deberá llevar la piedra hasta la cima del monte una y otra vez, sobre el césped y facturando en el mundo Disney de Florentino. Si falla, le darán salida.
Teo Gutiérrez, en el modestísimo escenario local, vendría a ser el Bale de River. No por el precio, obvio, sino por la expectativa que generó su regreso. Supuse que le pasaría de todo –peleas internas, incidentes con rivales, esas cosas– pero jamás este presente gris, tan alejado de lo que fue en Racing. Es curioso: aquel 9 de manual que según Basile “de enganche juega todavía mejor”, pidió por la tele “un 9 que me acompañe y un 10 que la traiga”. Y así sí rendiría. ¿Ramón Díaz? Caminó un día entero por las paredes.
Si Nietzsche mató a Dios, Foucault al hombre y Bilardo a los wines, Messi aniquiló a los 9. Ahora, la mayoría adhiere a la teoría de Pep: “El 9 es el vacío”. Teo también, negando su propia historia. Porque en Racing era el 9 y jugaba con Gio Moreno –un enganche tan alto como frágil al que, ay, llegaron a comparar con Rubén Paz– a sus espaldas, Hauche por afuera y Lugüercio o Castro por las bandas. Nada que no iguale o incluso supere este plantel de River.
¿Qué pasa, entonces? Que Teo está lento; sin reacción, sin potencia, ni aquella asombrosa frialdad para definir. Y busca excusas. Dos veces llegó aquí luego de estar parado un tiempo por sus infinitos conflictos: con el Trabzonspor turco en 2011, y este año con Cruz Azul. Pero en Racing fue un depredador que metió 22 goles en 44 partidos, y en River es una sombra del que supo ser.
Gutiérrez se mueve con una curiosa desidia que me recuerda a Borghi. No por su carácter –Bichi es un tipo encantador– sino por sus historias comunes. De chicos que le escaparon de la pobreza gracias al fútbol y luego, satisfechos, a salvo en su nueva vida, eligieron relajarse. El talento deslumbrante del Borghi jugador merecía mucho más reconocimiento, pero se conformó con lo logrado. Que, por cierto, no fue poco.
Fernando Signorni, el preparador físico, recurre a la parábola bíblica de los dones para explicar el quiebre interno que disparó la adicción en Maradona. “Diego nunca entregó el cien por ciento de sí mismo y lo sabe. Con un 70, o menos, le alcanzó para ser el mejor. Pero no para perdonarse”. Interesante teoría, la de los dones.
Teo Gutiérrez, tan lejos de sí mismo como del genio de Maradona y Borghi, tiene, sin embargo, algo de uno y del otro. De Maradona, la provocación; la furiosa angustia del sobreviviente. De Borghi, esa serena indolencia del que tiene claro cuál fue el gran logro de la vida: sentirse, por fin, lejos de la miseria; el piso de tierra, los techos de chapas, la mesa vacía, la humillación, el dolor profundo de sentirse afuera del mundo.
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil