El afamado director recibió en exclusiva a PERFIL en su casa de Hudson Valley. A los 86 años, explica cómo hizo para financiar una carrera al margen de Hollywood.
Sólo para evitarse el lugar común, uno querría soslayar que James Ivory vive en una casa de principios del siglo XIX en el Hudson Valley –a 200 km de Nueva York–, al que se llega en tren, que el día de la entrevista es brumoso y que, al finalizar, preparará té.
No es inglés –le incomoda esta confusión–, algo que los franceses no terminan de entender “porque son muy vagos” y que los argentinos confunden por el impacto que tuvieron películas como Un amor en Florencia, La mansión Howard o, más aún, Lo que queda del día; y esto no tiene sólo que ver con los actores –películas consagratorias para artistas como Anthony Hopkins, Emma Thompson, Hugh Grant o Helena Bonham Carter, entre muchísimos otros–, sino, y tal vez por sobre todo, con una utilización del tiempo que se asocia con lo británico.
“Sí, el tiempo en mis películas no es lo que llamarías el típico tiempo americano, más veloz, menos reflexivo. Creo, sin embargo, que si estás interesado en los personajes y en lo que está ocurriendo en la historia, el tiempo en sí no tiene tanta importancia: puede ser una historia fabulosa contada con cierta lentitud. Depende del tema, de los personajes y de los conflictos que aparecen, y no creo que el ritmo tenga mucho que ver con eso. Quiero decir, nadie quiere un film demasiado lento, pero tampoco demasiado rápido: tenés que poder reflejar lo que querés mostrar. Muchas películas modernas te dejan sin tiempo para pensar o apreciar, ni siquiera para mirar; no tenés tiempo, va bang, bang, bang hasta lo que sigue, y a mí nunca me interesó eso”. Una puesta en abismo de Merchant Ivory Productions, que fue incluida en el libro Guinness por convertirse en la compañía más duradera del cine independiente.
“Eramos tres: Ismail Merchant, el productor, Ruth Jhabvala, guionista, y yo. Trabajamos juntos desde 1961, hasta que murió Ismail, en 2005; Ruth siguió (N. de R.: murió en 2013), fueron casi cincuenta años.
—Y el éxito no cambió la forma de trabajo.
—No, jamás. Cuando tuvimos esa racha de éxitos, la etapa de los filmes ingleses, era fácil conseguir dinero. La gente asumía que esas películas eran exitosas y costaban poca plata, así que debíamos de tener un secreto, sabíamos algo, cómo hacer filmes muy redituables con poca plata. Y eso nos ayudó para seguir consiguiendo dinero, aún cuando algunos filmes luego de esos no fueron tan exitosos y costaron bastante; pero fueron pagados por los anteriores. Me sorprende haber tenido la carrera que tuvimos porque no hicimos tantos sucesos: empezamos en 1961 con filmes de India y habremos hecho unas 25 películas, muy pocas exitosas; algo que, de todos modos, ocurre también en Hollywood; si se hacen 25 por año, apenas tres o cuatro van a ser éxitos y, los demás, fracasos… Así que nuestro promedio de éxito no es tan diferente del de los estudios… Es así, y no me siento mal con eso. Hice mucha plata con unos cinco filmes en toda mi vida, y esa es una buena recompensa.
Un huérfano es adoptado y escribe su nuevo nombre en todas las respuestas de un examen, una imagen algo literal –algo que no desvela al autor– de La hija de un soldado nunca llora –de las preferidas de Ivory, un muy buen film–: la identidad es sin duda la tópica presente en todas sus películas. Al hablar de Maurice, film que lanza a Hugh Grant –por el que ganara el premio al mejor actor en el Festival de Venecia y de quien, como otras estrellas jóvenes que descubrió, cuenta que no cambió su esencia después del estrellato–, donde se aborda una relación homosexual, película que fue estrenada, entre controversias, en 1987, dirá que: “El tema no es realmente la pareja entre dos hombres. Es el mismo de Un amor en Venecia, es acerca de ser honesto con uno mismo y, desde ahí, serlo con aquellos que te rodean. Es acerca de no tomar elecciones erróneas, más allá de la sexualidad. Como el personaje de Lucy, que, a pesar de estar enamorada, se iba a escapar por lo que la gente pensara: ridículo, totalmente ridículo, ella estaba viviendo una mentira… Desgraciadamente, muchos gays viven una mentira”.
—Pero los tiempos van cambiando.
—Sí, los tiempos cambiaron mucho. Para mejor, sin duda… Pasó un buen tiempo desde Maurice, tal vez en su momento aportó algo.
La ciudad del destino final, donde participa Norma Aleandro, una película que tal vez no tuvo el éxito que merecía, trajo al autor a filmar en la Argentina.
—¿Cómo fue la experiencia?
—Cuando leí La ciudad de tu destino final, de Peter Cameron, una de las cosas que más me interesó fue poder filmar en Sudamérica.
—La novela está ambientada en Uruguay, pero se filmó en Argentina.
—Sí, pero nunca había ido a Uruguay, tampoco el autor, que lo imaginó todo. Ocurre que en la Argentina se realizan muchos, muchos filmes, es un centro de filmación, mucha gente va desde Europa para hacer comerciales, tienen excelente equipamiento y, por sobre todo, grandes grupos de trabajo. Así que decidimos que lo haríamos en Argentina y decir que era Uruguay, algo que traté de explicar (varias veces) en el festival de Punta del Este, pero que no terminó de convencer a los uruguayos… para nada. En muchos países hago películas porque simplemente quiero filmar ahí, y ese fue el caso con Argentina; fui muy feliz, la gente me encantó y disfruté mucho filmando en el campo, vivíamos en un pueblo llamado Verónica, donde hay una estación aeronaval, muy cerca del Río de la Plata.
Comentará que no busca nuevos talentos y dirá “el cine de autor es muy escaso en los Estados Unidos”, apenas menciona a Wes Anderson y Terrence Malick, “aunque hay algunos más”; mencionará también a Woody Allen y a Martin Scorsese, de “quienes no me gustan todas sus películas, pero las mira todas porque sabe que siempre va a encontrar algo interesante”. Fuera de su país, no lo duda, Sokúrov.
Es muy amable, humilde, se ríe mucho, habla desde sus 86 años como si contara el relato de una vida a la que le tocó bastante suerte, por lo que toca disfrutarla. A pesar de no contar ya con su grupo histórico, comenzar de nuevo no supone una pena: planea hacer dos filmes, Ricardo II –que nunca se hizo en cine– y Llámame por tu nombre, basada en una novela homónima de Andre Aciman, con la codirección de Luca Guadagnino.
Volverá a su labor de chofer hasta la estación de tren, mientras llueve y promete regresar a la Argentina. Tanto para ser muy amable como para ser irónico o para criticar que no se tenga fresca alguna película, en todo momento da la sensación de saber qué está respondiendo, para qué, a quién y desde dónde.
El arte de conseguir dinero para filmar
Hay varios instantes donde la charla con Ivory resulta particularmente reveladora. No teme hablar de lo que es tabú para la mayoría de los directores –el dinero y, fundamentalmente, cómo conseguirlo–, y, muy por el contrario, se entrega al tema con una pasión que lo acompaña a lo largo de casi toda la entrevista.
“Sí, esos años dorados donde todo lo que hacía funcionaba y era fácil conseguir dinero: el dinero y las películas forman una sociedad. Cuando tomás el dinero de otro para hacer una película, tenés que ser extremadamente responsable, tanto en la parte comercial como en la artística. Cuando pienso en esto, me siento como un playboy al que le dieron 150 millones de dólares para divertirse; y es así. Pero eso te hace responsable, siempre intenté hacer lo mejor que podía con eso que me daban, tener en cuenta cuál era mi audiencia, para quién estaba haciendo cada film, etcétera…
“Me genera mucho orgullo haber trabajado tanto tiempo juntos y haber hecho exactamente lo que quisimos sin comprometer nunca nuestros ideales acerca de cómo tiene que hacerse una película; aun cuando cada film está lleno de concesiones, miles por película, todo lo que hacés conlleva una concesión. Siempre falta algo: querés hacer una toma en un día de sol, pero resulta que está gris o llueve; querés un actor para un rol, pero él no acepta, así que tenés que buscar a otro y creer en esta nueva persona y amarla tanto como a la primera en ese papel, y así. Pasé mi carrera escuchando a gente decir cosas como “¡Oh!, vos nunca cediste, es tan magnífico nunca haber cedido”. ¡Qué idiotez!, hay que ceder como loco, hacer una película es una larga concesión. Igual, los directores guardan sus secretos: no se dice exactamente qué se va a hacer o en qué se está pensando porque tal vez los inversores pueden asustarse y no darte el dinero. No se les miente, pero uno puede tener sus secretos, y aun así siempre actuar con responsabilidad”.
*Desde Nueva York.