El actor, que en septiembre estrena El ardor, dice que le gusta ir contra la corriente. Cree que hoy los artistas son más libres, por no estar obligados a atarse a grandes estudios, y pueden hacer lo que deseen con costos bajos.
Gael García Bernal fue, en el pasado Cannes, tanto jurado de la sección oficial como protagonista de una gala, la dedicada a la función especial, fuera de competencia, de El ardor, el film argentino de Pablo Fendrik que se estrena el 4 de septiembre. “Es un western chamánico”, dice Bernal, y agrega: “Uno radical, distinto, que me ayuda a definir lo que quiero del cine: que sea esencial y puro”.
Bernal, hijo de actores, fue dos veces el Che Guevara en pantalla, trabajó con Almodóvar, Michel Gondry y Alejandro González Iñárritu (insiste en que “Amores perros nos cambió la vida a todos”). Pero ahora, mientras prepara una serie televisiva llamada Mozart in the Jungle para Amazon, el mexicano (cuya pareja y madre de sus hijos es Dolores Fonzi) insiste: “La experiencia de ir al cine está haciendo que, industrialmente hablando, las películas sean más puristas: o una que te vuele la cabeza con sus gigantismos o una que apela a una semiótica abstracta. Ya no hay casi historia. Hay mecánica, juego puro. Las historias están migrando a la televisión, lo más interesante de la narrativa está sucediendo en la TV”.
—Alguna vez dijiste que te empezó a molestar el estereotipo al que se te sometió en Hollywood. ¿Fue así?
—Ampliemos el mapa: no sólo es Hollywood en sí, sino la industria del entretenimiento. La industria del entretenimiento hace nichos. Determinadas personas hacen determinadas cosas, y punto. Está bueno cuando podés funcionar a contracorriente, armar otro camino propio. No por el gesto, por ser extravagante, sino porque el camino propio se da por apelar a lo que te llama la atención hacer. No quise caer en un casillero, en el estereotipo del galán latino, que no lo podía llevar. Eso no lo puedo llevar: no lo soy. Porque no tengo la altura, las ganas, el físico.
—Pero es cierto que en los últimos años con “No”, la película chilena nominada al Oscar, “El ardor” y la nueva de Jon Stewart te metiste en un cine distinto. ¿Qué dicen sobre vos los trabajos que elegís últimamente?
—En conjunto, tienen un común denominador, una línea. Pero no puedo darme cuenta. Creo que sí hay una constante en la búsqueda de la identidad. ¿Qué película no va de eso? La dimensión política de mis películas sí es algo que me prende, y que me prende sobre todo porque va muy de la mano de nuestra realidad latina. O mundial. Es difícil diferenciarlo de algo que está pasando. No es que esté haciendo cine realista, pero hay una dimensión política en juego que hoy el arte no debe desperdiciar.
—¿Qué ves en común entre México y Argentina en este momento alterado que necesita, como decís, de una dimensión política?
—Hay algo en común y es que quizá por primera vez las generaciones nuevas están viviendo una sensación de que estamos estrenando ciudadanía. De alguna manera, los ciudadanos estamos haciendo cosas. En mi caso, es la primera vez que muchos colegas y yo podemos vivir independientemente de cualquier empresa, podemos hacer cine y teatro, o televisión, sin depender de industrias. Eso no se vio jamás, y te da una ventaja muy fuerte: libertad. Pero también una responsabilidad. No tenemos que llenar cláusulas o contratos que nos obligan a hacer determinada cantidad de telenovelas o películas. Esa era la única manera. Eso es una síntesis de muchas cosas que están cambiando.
—¿Qué te choca del mundo, entonces, como ciudadano del mismo?
—No hay algo en particular que me enoje, o que quiera comunicar a través del cine. Me prende el juego fraternal, el juego artístico que se da, que se manifiesta, y que en el mejor de los casos es inabarcable. No, por ejemplo, reflexiona sobre Chile al final de la dictadura y es una crítica muy fuerte a la democracia.
—Has criticado muy incisivamente a la democracia, al menos sus efectos aquí en Latinoamérica.
—Hay un descontento mundial en torno a la democracia. La democracia llegó a un punto de suma perfección. Más bien, se montó en una bandera, se utilizó como un elemento acabado, tan acabado y perfecto que se justificaron guerras en torno a la democracia y la idea de llevar democracia a algún lado. No señala la imperfección de la democracia y el juego absurdo de la política, que es una forma de entender el mundo pero que tiene mucho de absurdo.
—¿Cómo ves a la Argentina como país?
—Obviamente, es complicado abarcar toda la dimensión que conlleva, sobre todo en un momento donde el juego de choque, el juego político más rastrero y más virulento, es el que se maneja en el día a día, en todas sus manifestaciones. Una vez que está eso, la complejidad es difícil de hablarla. La mayoría de la gente logra llegar a ese punto donde podemos discutir las cosas así, pero la voz pública, la del altavoz, es donde no se puede emplear eso porque no es noticia, porque no sirve para un fin político, para una pequeña victoria.
—¿Qué pensás cuando se compara la violencia en las calles de México con la de Argentina? ¿Es una comparación exagerada o entendible?
—Sí tenemos un problema muy fuerte en Latinoamérica de inseguridad, pero que deviene de una gran impunidad. La matriz de todo esto es la injusticia social en Latinoamérica. Es muy imperante la desigualdad, el sistema que genera que los ricos sean más ricos y los pobres sean más pobres. Me estoy aventurando a hacer un análisis demasiado grande, pero creo que la injusticia social es la causa.