Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social
Hace unos años, al entrar a una Iglesia antigua, vi pintada en la pared la escena del encuentro entre el Padre misericordioso y el hijo pródigo, relatado en el evangelio de San Lucas (15, 11-32). La pintura estaba bastante deteriorada. Lo que más parecía resaltar eran los perros contentos en torno a aquella escena de ternura. Me quedé rezando un rato y en esa misma Iglesia escribí el relato que van a encontrar más abajo y que ya habíamos compartido en este espacio; me pareció bueno traerlo nuevamente para leerlo juntos: “Desde temprano los perros habían estado nerviosos, inquietos, ladrando ante el menor movimiento. Especialmente ‘el manchadito’ que desde hacía tiempo pasaba quieto las horas en los rincones oscuros de la casa y hoy ladraba sin motivo y no paraba de moverse. ”El viejo también. Cara rugosa por la cantidad de inviernos crudos, manos callosas de trabajar el campo. Barba canosa, larga y desprolija. Ropa limpia, pero de colores apagados. Ojos tan grises. ”Como en cada tarde, antes de unos mates, rumbeó para la terracita.
Cuando estaba en los últimos escalones sintió algo en el aire que lo hizo agitarse. Por un momento pensó que había llegado su final. ‘¿Será hoy el día? ¿Por qué no?’ ”Estuvo un rato casi largo con la mirada gris afinando hacia el horizonte, rumbo noroeste. Se refregó los ojos para que la vista no lo engañara. Pasaron unas golondrinas. Pero según sus cálculos todavía faltaban unas semanas para la primavera. ”Y percibió algo raro. Parecía que amanecía desde el oeste. Todavía estaba lejos, pero él ya lo reconoció. Era la luz de sus ojos. ”Y todos los colores, todos los aromas, todos los sonidos llenaron de vida otra vez el lugar. ”Con unos cuantos kilos menos, ropa sucia, rodeado de algunas moscas, con llagas en los pies y noches, muchas noches. ‘Mi hijo…’ ”El abrazo, el llanto reemplazaron las palabras que ya no hacían falta. Y hubo alegría y fiesta”. El Papa Francisco nos está insistiendo en la necesidad de misericordia, de abrazo, de ternura. Si en la Iglesia no somos capaces de ser canales de la misericordia de Dios, no estamos viviendo lo que Él nos pide. Cada comunidad cristiana (Parroquia, Capilla, Escuela, Movimiento, Diócesis, Comunidad religiosa…) debe ser madre acogedora que sepa sanar heridas y recibir con misericordia, un oasis en el desierto. La paciencia de Dios es infinita.
Su amor también. El perdón de Dios no tiene límites. Como el papá de la parábola narrada por Jesús, Dios está anhelando el abrazo y el encuentro. En las misas de hoy se está proclamando esta Parábola. Acercate con confianza. Jesús nos ama de verdad. El cielo está mucho más cerca de la tierra de lo que podemos imaginar. Dios es misericordia. Él es ternura. Cada vez que leo este relato evangélico me conmueve. Siempre surgen detalles nuevos, perspectivas, miradas, gestos, aromas, luces, sonidos, susurros… ¿Hasta dónde está dispuesto Dios a llegar con su perdón? ¿Qué actos humanos pueden pasar las fronteras de su misericordia? ¿Qué abismos a los cuales Él no está en condiciones de abajarse? Me sale repetir con el salmista “eterna es su misericordia” (Salmo 136). El Amor de Dios no conoce el ocaso, no disminuye, no se enfría, no se cansa, no posterga, no desconoce, no deja afuera… Las tres parábolas de la misericordia en el Evangelio de San Lucas son hermosas y de gran consuelo, que te invito a meditarlas esta semana: la oveja perdida y encontrada (Lc 15, 4-7), la moneda perdida y encontrada (Lc 15, 8-10), y el padre misericordioso y sus dos hijos (Lc 15, 11-32). Las tres parábolas son introducidas por una constatación:
“Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos»”. (Lc 15, 1-2) Los recelos, la envidia, la incomprensión criticaban en Jesús la misión que el Padre le encomendó. En la parábola el hijo mayor expresa a los fariseos y los escribas de tiempos de Jesús. Pero también a quienes a lo largo de los siglos −y hoy− presumen de un lugar de privilegio a causa de la fidelidad. Digámoslo con claridad: la fidelidad no da derechos, sino que es un don de Dios que hay que agradecer. Varias veces el Papa Francisco ha insistido en que “la Iglesia no es un Museo [de imágenes] de los santos, sino un hospital para pecadores”. Jesús nos cuenta de la alegría en el cielo. Una alegría que también podemos experimentar en la tierra si somos misericordiosos como el Padre. Mañana nos vamos cuatro días con los seminaristas a realizar una misión en un par de comunidades rurales de Rosario del Tala. Acompañanos con tu oración.