Brasil, país que organizará en Río de Janeiro los Juegos Olímpicos este año, se ve plagado de problemas institucionales que influyen en las obras y organización del evento mundial.
Gonzalo Bonadeo
Es bastante común que a la virtud de la franqueza se le cruce el defecto del cinismo. Ya el solo hecho de que recurramos demasiado seguido al refrán “El que avisa no traiciona” tiene bastante de esto.
Brasil, como país, atraviesa una crisis institucional sobre la que es inútil que yo les cuente nada: en esta misma edición encontrarán material profuso al respecto. Y a cargo de gente especializada.
Brasil, como pueblo, puede estar sacudido más o menos por el asunto del impeachment, pero su lógica no difiere demasiado de vaivenes que trascienden claramente la continuidad o no de Dilma. Nadie discute que se está peor que hace un tiempo y nadie se niega el derecho a soñar que, pronto, Brasil honre hacia adentro su condición de líder regional y potencia económica mundial. Sin embargo, da la sensación de que ese enorme teatro poblado por ricos muy ricos y pobres muy pobres, con una clase media tan en crisis como para sentir que bajar está mucho más al alcance de la mano que subir, recorre una vía paralela a la del conflicto político. No lo vayan a tomar como algo definitivo. Es, apenas, la mirada de un extranjero en viaje de trabajo. Al fin y al cabo, la percepción real de cómo se vive en un país se debe dividir por la cantidad de personas que lo habitan.
Y Río de Janeiro, como sede de los Juegos Olímpicos que ya están llegando, espera que el conflicto institucional se resuelva cuanto antes. Está claro que hay mucha gente a favor de la presidenta y mucha gente en contra de ella. Hasta en una ciudad con una cadencia imperturbable estos asuntos no pasan inadvertidos.
Sin embargo, a los efectos de los juegos que comenzarán en menos de cuatro meses, lo mejor que puede pasar es que las cosas se definan de inmediato.
No entra en discusión cuánto más importa la estabilidad de las instituciones que una competencia deportiva. Aun ésta, universalmente la más relevante. Por eso lo de la franqueza y el cinismo. Salvo que la decisión que tome el Parlamento derive en una escalada de violencia sin precedentes, los juegos se van a realizar en Río. Nadie se anima a aventurar quién será la/el encargada/o de anunciar oficialmente la apertura de las competencias. Será en el legendario Maracaná. Por la noche. Tarde. Dentro de poco más de 110 días. Podrá ser Dilma, Caetano Veloso o el fantasma de Tiradentes. Pero será.
Aun con la preocupación del caso, ése es el espíritu que reina en el Comité Organizador, una estructura que habita en un edificio semipermanente construido con containers reciclados que cobija a más de 2.500 personas que convierten el espacio en un auténtico hormiguero en víspera de tormenta. La mayoría son brasileños, pero una de las particularidades es la cantidad de gente de otros países que trabaja allí. Incluso muchos argentinos. Incluso muchos argentinos en puestos de extrema sensibilidad.
Mario Cilenti es marplatense. Tuvo su primer contacto con lo que hoy es su razón de vida durante los Panamericanos de 1995. Participó activamente en los últimos cuatro certámenes continentales –aun hoy es una pieza clave en las estructuras de competencias regionales–, fue miembro del Comité de Río 2007, debutó a nivel olímpico en Sydney 2000 y es uno de los cuatro “guerreiros” que, liderados por el mítico y polémico dirigente brasileño Alberto Nusman, lograron que Río ganase la sede de 2016. En el reparto de roles, le tocó ser ni más ni menos, y entre otras cosas, que el responsable máximo de la operación de la Villa Olímpica.
Hay argentinos en la conducción del área de comunicación para medios en lengua hispana –Alejandro Lifschitz–, a cargo del tema de asuntos digitales y redes sociales –Benjamín Paz– y hasta uno como jefe de una de las sedes de competencia. Santiago Ramallo –familiar directo de los Ramallo que han jugado en el San Isidro Club– es miembro de la FIFA del rugby, y responsable máximo de la sede de ese deporte en Deodoro.
Esa zona, ubicada al noroeste de Copacabana, muy lejos del mar, tiene como eje una enorme Villa Militar dentro de la cual se adaptaron y construyeron estadios para el pentatlón moderno, equitación, canotaje slalom, BMX, mountain bike y parte del básquetbol femenino. Pero será una sede forzada para los argentinos que viajemos a Río. Además del rugby, que vuelve al olimpismo después de más de un siglo –ahora en formato de siete jugadores–, en Deodoro se jugará al hockey sobre césped. Sin las garantías de éxito de norteamericanos, chinos o rusos, puede decirse que, en Deodoro, la Argentina podría pelear hasta tres medallas.
Desde el mismo espacio desde el cual se publican recurrentes críticas a la dirigencia deportiva argentina y a la falta de políticas de Estado al respecto, advertir cómo se considera la capacidad de algunos compatriotas en el ámbito más sensible y exigente del deporte de estos días resulta subyugante. Y paradójico.
La pregunta sobre si Río llegará a tiempo para ser la sede de los Juegos ya está respondida. Llegará. Seguramente habrá cosas sin terminar y algunos parches saldrán a la vista con las competencias en marcha. Sin ir más lejos, el velódromo, una de las construcciones importantes dentro del Parque Olímpico de Barra da Tijuca, está incompleto incluso en los accesos, que hasta hace una semana tenían más de andamio que de escaleras. Y la pista sólo se podrá instalar una vez que se permita la entrada al país de la madera especialmente importada de Ucrania. Y al estadio de tenis le faltan las butacas. Y Ramallo y sus colaboradores están ansiosos por que les traigan las estructuras tubulares: a esta altura, de la sede de rugby sólo está el césped del campo de juego, correspondiente a una cancha de polo que volverá a ser eso después de las competencias.
Sin embargo, nada parece tan urgente. Sí se nota una distorsión entre el pregón de los que trabajan y el de los políticos. Nadie duda de que los juegos serán un éxito. Y que Río 2016 logrará el objetivo de dejarle al pueblo el legado que Barcelona 1992 le dejó al suyo. Sin embargo, mientras desde el Comité Organizador manifiestan, por lo alto y por lo bajo, el estado real de las obras y muestran con orgullo una Villa Olímpica superior a las que recuerdo haber visto en juegos anteriores, Eduardo Paes, alcalde de Río, adorna su verborragia apabullante y hasta divertida con datos inexactos, cuanto menos exagerados, que hablan de muchos escenarios terminados en un ciento por ciento. De eso, aún no hay nada. Ni podría haberlo. Pero están a tiempo. ¿Por qué no jugar con la verdad, entonces? Porque, en la interna, quienes están entreverados en los juegos desde la política tienen que atajar penales y meter goles al mismo tiempo. Como Chilavert. O Rogerio Ceni. A veces, la presión mediática no es la mejor aliada de la verdad.
Río 2016 sueña con el legado de un sistema de transporte que involucre hasta cuatro veces más de la población que tenía acceso a él hace menos de una década. Con un puerto nuevo y obras como la de Deodoro que permitió que miles de chicos humildes que rara vez vieron el mar –detalle extraño, siendo que técnicamente viven en Río– disfrutaran de esa pileta gigante que se construyó para el canotaje en aguas turbulentas
Mientras tanto, la gente de la UPP –Unidad de Policía Pacificadora– seguirá trabajando contra la crisis, los recursos que escasean y hasta sus propias fragilidades para que no decaiga la lucha contra los narcos que siguen infectando más de cien favelas. Y los turistas desprevenidos seguiremos confundiendo favelas con barrios obreros, como si viviésemos en Estocolmo.
Hay infinidad de detalles que se irán contando camino a los juegos. Y seguirán las discusiones respecto de cuánto dinero se justifica gastar para este tipo de emprendimiento. Ese tema y el de la seguridad constituyen el planteo recurrente a la previa de cualquier mundial de fútbol y de cualquier juego olímpico. Y así seguirá siendo hasta que comiencen las pruebas. Así fue, hace dos años, con el Mundial. Es que, cuando hablamos de franqueza y de cinismo, no hacemos sino hablar de nuestra esencia. De uno mismo.
El encanto de estos acontecimientos es tan poderoso que nos preocupamos por cuestiones de gente seria y adulta hasta que, de la mano de un juego, volvemos a ser los pibes que jamás hubiéramos querido dejar de ser.
Esta nota fue publicada en la Edición Impresa del Diario Perfil.