Por Gonzalo Bonadeo | El fútbol pierde a uno de sus mejores exponentes. El poder y la magia del crack. ¿Habrá sido realmente el final?
Gonzalo Bonadeo
El retiro de Riquelme es un absurdo. Es la paradoja del fútbol contra natura. Un auténtico desperdicio.
Seguramente será el propio Román el responsable del asunto. Al fin y al cabo es él quien anunció su salida de Argentinos y, luego, el final de su carrera. ¿Habrá sido realmente el final? Una vez más, como con Gabriela Sabatini en 1996 o con Luciana Aymar hace dos meses, mi sensación es que, tarde o temprano, volverán a la actividad. Por ahora, voy perdiendo por goleada.
Más allá de la voluntad y de los modos del crack, el fútbol argentino no debería darse semejante lujo. Mucho menos, Boca Juniors, que daba la impresión de que sería el único club en el cual Riquelme hubiese seguido jugando al fútbol profesionalmente.
Hay una infinidad de factores que confirman la condición del sinsentido. La mayoría tiene que ver con las bondades del jugador. En primer lugar –categórico y decisivo–, no existe un futbolista en nuestro medio capaz de interpretar y ejecutar el juego como Román. Esto, que fue así durante gran parte de su carrera, se hizo más notorio en el tramo final de la campaña de Argentinos, donde no sólo fue decisivo, sino que jugó mucho más de lo que pronosticaba la mayoría (me incluyo).
Luego, ayudan los demás. Que Boca haya necesitado de Riquelme, aun con cuentagotas, que la misma dirigencia le haya firmado y/o renovado contratos tapándose la nariz y que hasta un técnico como Falcioni lo haya utilizado contra su voluntad deja en evidencia la pobreza de recursos y la falta de estrategia y de imaginación para evitar semejante dependencia. No es culpa de Riquelme que, durante diez años, en Boca no se haya vislumbrado la posibilidad ya no de sustituirlo u olvidarlo –imposible cuando se trata de un genio del deporte–, sino de ir armando una especie de duelo sucesorio que no deje al equipo tan huérfano de juego.
Por admiración que provoque un ídolo, no corresponde no contemplar sus lados flacos. Más de uno –incluyo a mis imprescindibles lectores– pedirá un alto el fuego, un “basta con Riquelme, ahora hay que hablar de Boca”. Es más, hace un par de meses, ése fue el mensaje que se ordenó en una oficina de mando de una señal deportiva de cable –a pedido de Angelici, justificaron– y al aire tardaron medio segundo en utilizar las mismas palabras con la convicción de los probos.
Hay, en efecto, dos argumentos de reclamo permanente a cargo de los depredadores de la magia.
Uno, el del vínculo con algunos compañeros. El manejo del vestuario. Esa especie de poder paralelo que, dicen, ejerce Román dondequiera que juegue. Un poder que excede al técnico y a los dirigentes. El poder del que mejor juega, bah. No me voy a poner a evaluar cuánto de verdad y cuánto de mentira hay en todo esto: honestamente, estoy a años luz de conocer la intimidad de los vestuarios. Y estoy a años luz de que me importe lo que pasa en esos vestuarios. Sin embargo, dudo que Riquelme, a su modo, sea más bravo que Di Stéfano, que Cruyff, que Pelé, que Diego, que Messi, que Cristiano, que Zico, que el Pato Fillol, Passarella o el Beto Alonso. Aquello de los líderes positivos, al menos en el deporte, merece un poco más de memoria y menos de sanata. Por cierto, ¿dónde está el conflicto? ¿Sólo en el que marca territorio aun a riesgo de cometer el error de dividir grupos? ¿Y qué hacemos con los que, desde esos mismos grupos, financian a los barrabravas?
Creo que lo que no se le perdonó jamás a Riquelme es el ejercicio del poder de su magia.
Otro asunto remanido es el de su continuidad, de sus lesiones, de sus ausencias. De esas ausencias durante el juego que hacen que más de un entrenador –mayormente fuera de los micrófonos– digan que con “con Riquelme, cuando perdemos la pelota, jugamos con uno menos”. La idea de la repregunta no es, justamente, algo que abunde, salvo que esté consensuado con el entrevistado. Tal vez por eso, los que argumentan semejante pequeñez jamás tuvieron que explicar con cuántos menos juegan cuando su equipo –Riquelme– sí tiene la pelota.
Es un hecho: debo mandar al frente si Román no corre al cuatro rival, pero encubro a los incapaces de lograr que la pelota siga siendo una esfera de material sintético llena de aire cuando le pegan con los tobillos. Los encubro porque esos sí no paran de correr. ¿Qué otra cosa podrían hacer? Muchos hombres de fútbol creen que cuidan su laburo incorporando mediofondistas con botines: si así fuera, Kenia y Etiopía serían potencias en la FIFA.
En el fondo, creo que lo que no se le perdonó jamás a Riquelme es el ejercicio del poder de su magia. Eso de enfrentar el poder del dinero con la fuerza inconmensurable de su talento. He visto en la cancha muchos de sus últimos partidos. Lo que significa disfrutar de modo incomparable de una geometría del juego distinta a la de los otros 21 jugadores. Es eso y no otra cosa lo que convirtió a Román en el adversario mortal de todos aquellos que lo desprecian. Más aún si se trata de política. Sin decir una palabra, Riquelme tiene la popularidad que no se consigue ni con el mejor discurso: es la seducción del juego mismo.
El fútbol sin Riquelme pero con Riquelme en condiciones de jugar al fútbol. Una estupidez importante. Algo innecesario. Un pésimo ejemplo para el pibe que sueña con probarse en un equipo y decir, en voz muy bajita, claro, que le gusta jugar de enganche.
Con Román, además, teníamos tema para hablar de fútbol. Un poco al menos. Después, ya ven lo que va quedando.
La falta de límites y de decoro de la dirigencia que sigue gastando fortunas mientras potencian un déficit que, aseguraron hace cinco años y medio, desaparecería de la mano de ese eufemismo llamado Fútbol para Todos.
Otro seleccionado de chicos que no saben cómo sobrellevar el contratiempo imperdonable de perder un partido de fútbol a los que, lejos de contener, sus conductores les muestran el lado oscuro del ejemplo. A propósito, lamento haberlo sugerido hace una semana cuando escribí sobre mantener la convicción del juego y el respeto cuando se acercó el momento de la definición.
Y un verano más infectado de la inmundicia de los barras. Un verano que se califica exitoso desde la política porque no hubo enfrentamientos de magnitud.
Exito no es que no se maten los barras. Exito es que los hinchas de buena madera no tengamos que convivir con la basura. Exito no es anunciar que, después de la Copa América, se jugará un partido por fecha con público visitante. Exito es que cualquiera pueda ir a la cancha y los clubes vendan libremente entradas porque se habrá trabajado para erradicar a los mercenarios.
Exito no es que un dirigente negocie con lo barras para que mantengan la tribuna tranquila a cualquier precio. Exito es que desaparezcan los dirigentes que transan con los barras.
Exito no es zafar o que no se cuenten mis miserias. Exito es trascender.
Exito no es que los medios oculten mi incompetencia porque les pago para ello. Exito es hacer las cosas bien para que la prensa informe a la opinión pública lo que logré hacer.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.