Por Gonzalo Bonadeo | Basta un partido para darse cuenta cuál es el problema real. Está en la negligencia, en la desidia y en la corrupción.
Gonzalo Bonadeo
Hemos sido injustos con el torneo de treinta equipos. Hoy, con la mitad de su primera fecha disputada, estamos a tiempo de reivindicarlo.
Es cierto que es un engendro torpe e injustificable. Todos y cada uno de los argumentos dados a conocer más o menos oficialmente –¿cómo calificar a quienes hablaron desde una AFA huérfana desde la muerte de Grondona?– son fácilmente refutables. Hablaron de federalización: ni se produjo en la cancha –a veces, el fútbol sigue siendo un juego lejos de las oficinas– ni se ejerce dentro del mismísimo Comité Ejecutivo.
Hablaron de más recursos a través del negocio de las apuestas: ese negocio se nutre tanto de los grandes partidos de las ligas líderes como de las divisiones menores de las competencias marginales. Es parte del encanto que tiene para los apostadores. En tanto se pueda pronosticar en el mismo combo un partido de la Premier League, uno de la Cuarta División del League Football inglés y el debut de Deportivo Riestra en la B Metro, en nada influye cuántos equipos haya en Primera. Como sea, en vez del gran negocio de las apuestas, disponemos de un escuálido Prode que ni los agencieros saben cómo poner en marcha. Lo bueno es que, con lo jodido que era acertar 13 partidos, ahora son 14.
Hablaron de presiones del Gobierno. De tener más partidos para la tele. De descomprimir el drama deportivo en un año electoral. Más allá de que desde el poder político se asegura que el monstruo lo llevó cerrado y envuelto Don Julio, nadie explicó qué funcionario y por qué motivo dijo 30 y no 32, 36 o 600. Es más. Forzar la disponibilidad de pantalla para quince encuentros no sólo necesitó que se sumara Telefe, sino que desplazó al Nacional a DeporTV, canal al cual –méritos o deméritos al margen– aún le faltan unos golpes de horno para formar parte de la grilla habitual de nuestras casas.
Dicho de otro modo. Con 15 partidos de Primera, el Nacional dejó de tener televisión abierta, lo que perjudica a los equipos en cuanto a la venta de publicidad en la camiseta y al borde de las canchas. La ampliación obligó, naturalmente, a sumar más gente al plantel artístico. Un par de asistentes a la reunión de presentación de las incorporaciones jura haber atestiguado pases de facturas entre “históricos” y “recién llegados”. Asunto de tuiteros que pasaron de denostar a quienes hablan el Fútbol Para Todos a ser parte del asunto.
Hablaron de muchas cosas. Y cuando estaba dejándome convencer por una de ellas apareció un desalmado que me aseguró que lo único que motivó esto de los diez ascensos era dejar a un par de equipos a resguardo de una posibilidad de descenso cercano.
Ahora que la pelota empezó a rodar, debo confesarles que esto de los treinta equipos fue una genialidad instalada para que perdamos de vista que el mal profundo está en otro lado.
Por lo pronto, tengo la sospecha de que el barullo de los treinta será la nada misma en comparación con el tsunami que vendrá si se confirma, para el primer semestre de 2016, un torneo corto y con 4 descensos. Aun así, tampoco ese sacudón debería ser considerado el mal mayor.
Basta un solo partido para darse cuenta de que el problema real ni siquiera está en la organización de los torneos. Está en la negligencia. En la desidia. En la corrupción. En la irresponsabilidad. En la complicidad.
De nada importa cuántos equipos haya en Primera y a quién se quiera ayudar o perjudicar mientras nadie se interese en terminar con el bochorno de la ausencia de público visitante en el mismo estadio en el que nadie restringe a los barras bravas.
¿Cuál es el verdadero problema en un fútbol en el cual varios de los equipos más populares son los que más jugadores compran y los que más dinero deben? Es muy bizarra la imagen de un club anunciando casi simultáneamente que contrató diez jugadores y que tiene un pasivo de 500 millones de pesos. Nuestro fútbol es una familia que compra dos autos de Fórmula 1 idénticos mientras no llega a pagar la cuota del Fitito que le compramos hace diez años a la nena.
¿En qué termina la emoción de un equipo que debuta en Primera en un torneo “por invitación” cuando advierte que los cráneos que armaron el calendario le programan cuatro de los últimos cinco partidos –los últimos para evitar un eventual descenso– ante cuatro de los cinco equipos grandes (Crucero del Norte)?
Todo da a indicar que el futuro nos depara, nuevamente, un calendario europeo, con un torneo largo de agosto a mayo. “Es para no desarmar los equipos a mitad de la temporada, ya que las grandes compras, especialmente en Europa, se hacen en nuestro invierno” explican con firmeza de jurista ante micrófonos que ni piensan ni repreguntan.
César Pereira, Emanuel Insúa, Brahian Alemán, Joaquín Correa, Agustín Marchesín, Diego González, Silvio Romero, Ricardo Centurión, Gabriel Hauche, Walter Kannemann, Nicolás Blandi, Gabriel Peñalba, Lucas Pratto. Estos son sólo algunos de los jugadores que han dejado sus equipos durante este verano, es decir, cuando algunos dirigentes consideran que sus planteles no se desarman.
Como para redondear el disparate, gran parte de lo que reciben por estas ventas –en tanto sea el club quien se quede con la gran porción, claro– se va en la reposición: Pavone, Somoza, Pellerano, Blanco, Alvaro Pereira, Sánchez Miño, Osvaldo, Monzón, Peruzzi, Tagliafico, Papa, Albertengo, Lodeiro…
Los clubes tienen una lógica propia. Mueven plata como una empresa privada, pero las deudas no son de quienes los manejan. Es una casa para la que compramos electrodomésticos mientras no pagamos la luz.
Por cierto, respecto del clamor dirigencial que todo desastre lo explica diciendo que la venta de futbolistas es el ingreso por excelencia del cual viven, quiero recordar un detalle que pone el argumento en el territorio de, al menos, una verdad parcial: en las tres últimas ruedas que jugó como local en la Sudamericana, River recaudó por venta de entradas más dinero que el de ninguna de las transferencias del verano. Sólo entre los partidos contra Estudiantes y Boca, se trató de algo así como 30 millones de pesos. Y falta lo de la final.
¿Alguien puede explicar cómo la misma gente desesperada por entregar a precio burdo las joyas de la abuela no considera la venta de entradas como un ingreso tanto o más importante?
En ninguna mesa de discusión –si las hubiera– entre nuestros dirigentes deportivos y políticos se habla sobre erradicar a los barras, eliminarles el negocio de la tribuna, los trapitos o el merchandising, abaratar los costos de los operativos policiales, llenar las canchas con locales y con visitantes, suprimir los pulmones que en los grandes partidos reduce la capacidad de la cancha en miles de aficionados, crear las condiciones para que cualquier hijo de vecino recupere el placer por ir a ver un partido de fútbol, juegue o no su equipo favorito.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.