El 1 de septiembre del año pasado, el Real Madrid anunciaba el fichaje del galés Gareth Bale, el más caro de la historia del fútbol, por 91 millones de euros. El ex del Tottenham inglés llegaba para ocupar la banda izquierda, que tenía el nombre de Angel Di María grabado a fuego. Por ese entonces, nadie, ni siquiera el rosarino, imaginaba que casi nueve meses el destino lo llevaría a ser elegido el mejor jugador de la final de la Champions. Sólo él y su fútbol confiaban en que su temporada más caótica en la Casa Blanca terminaría siendo el argentino que mejor llega al Mundial de Brasil. En Lisboa, el verdadero ángel de Madrid fue Di María.
En ninguna de las tres temporadas que llevaba en el Real Madrid la confianza para con el rosarino estuvo tan en duda como en ésta. Es que la apuesta que hizo el presidente Florentino Pérez por el jugador más caro de la historia era algo mucho más importante que el protagonismo que podía exigir este flaco desgarbado que tiene un talento inversamente proporcional al divismo que se les exige a los jugadores blancos. El mandamás presionó para que el galés tomara protagonismo a pesar de que su adaptación al fútbol español fue más lenta de lo esperada.
En esta tensa temporada de Fideo, el día más álgido fue el el 6 de enero, cuando en el 3-0 ante el Celta respondió a los insultos de los hinchas madrileños agarrándose los testículos mientras era sustituido por Bale. Los medios de la capital española ya publicaban que su futuro estaba en Mónaco, Manchester United o PSG. Pero él siguió haciendo lo que más le gusta: jugar. Y vaya que lo hizo bien. El resumen perfecto de lo que hizo en el estadio Da Luz, del Benfica, su primera casa en Europa, fue la jugada del gol de Bale, su supuesto rival, en el tanto que inclinó la balanza para los de Ancelotti.
“Pensaba que no podíamos ni empatarlo. A veces Dios aparece cuando uno menos lo espera. Estoy muy feliz”, dijo después de levantar la Orejona y recibir el premio al mejor jugador de la final de manos de Sir Alex Ferguson.