Por monseñor Jorge Eduardo Lozano
La amistad no nace de un día para otro. Se va forjando y fortaleciendo con el tiempo. En realidad con las cosas que hacemos en la vida. Requiere de experiencias compartidas, mates amargos y dulces, comidas largas o encuentros fugaces, silencios y palabras. Hace falta andar largos tramos de ruta. Algunas amistades nacen en la escuela, el barrio, el club, la parroquia, el sindicato, el trabajo. Algunos son más cercanos en una etapa concreta de la vida y después cuesta mantener frecuencia de encuentro. La mudanza, el final de la escuela, algunos cambios en las opciones de vida, dan origen a ese «tizón encendido» del que habla la canción… A veces el crecimiento pone distancias. Pero los abismos más grandes se abren cuando los horizontes más fundantes están en direcciones opuestas. Los verdaderos amigos no te alejan de tus convicciones profundas, ni son jueces implacables en la derrota. Los amigos hacen salir lo mejor del corazón, lo más bueno que somos y tenemos. «Hay que sacarlo todo afuera, como la primavera…» dice una canción. A veces hasta nos revelan tesoros interiores ocultos para uno mismo. No es que nos idealizan, para nada.
Conocen o perciben con respeto esa cizaña que también tenemos y nos ayudan a convivir con ella para que no lastime y no perjudique a otros. Los amigos saben qué pueden esperar de vos y te lo reclaman; conocen tus límites y los tratan con delicadeza. Amigo es quien se anima a preguntarte «¿cómo andás?», y se banca la respuesta, sea cual sea. Hace pocos días leía en el libro de Job que sus amigos, enterados de su desgracia, fueron a visitarlo, y al llegar: «permanecieron sentados en el suelo junto a él, siete días y siete noches, sin decir una sola palabra, porque veían que su dolor era muy grande». (Job, 2, 13) Los gestos, los silencios, también construyen y fortalecen los afectos. La amistad no siempre se da entre iguales. Hay gente que tiene gustos musicales, religiones, profesiones, etc., muy diversas, y sin embargo les une una gran amistad. Yo no veo que sea tan cierto eso de «dime con quién andas, y te diré quién eres». Lo que sí es cierto es que no podemos ser felices en soledad. Necesitamos de la familia, los amigos.
Es esa dimensión interior que nos sostiene aun en las dificultades más graves y los gozos más profundos. Bien decía un filósofo británico:»La amistad duplica las alegrías y divide las angustias por la mitad». (Francis Bacon, 15611626) Jesús nos ama intensamente. Tan es así que en la intimidad de la Cena del Amor nos dice «ya no los llamo servidores (…), a ustedes los llamo amigos, porque les di a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15, 15) y nos ubica su obra redentora en este contexto: «no hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15, 13). El Plan de Dios consiste en hacernos sus amigos. El 20 de julio de 1969 el hombre pisó la Luna por primera vez. Ese es el motivo por el cual se decidió dedicar en esta fecha el día del amigo. En realidad hubo otros logros más importantes para la humanidad, y tienen más méritos para ser «día del amigo».
Pienso, por ejemplo, en el descubrimiento de la penicilina, la vacuna contra la poliomielitis, el primer trasplante de corazón o el invento del teléfono, pasos tan trascendentes para la salud o la comunicación. O las vidas tan significativas para la humanidad de Gandhi, Luther King, Mandela, la Beata Teresa de Calcuta. Grandes amigos. O pensemos también en abrazos históricos que buscaron dar mensajes de reconciliación y grandeza: San Martín y Bolívar (26 de julio, 1822), Perón y Balbín (19 de noviembre, 1972). En fin, más allá del origen de la fecha, recemos por nuestros amigos. Y hagamos oración de manera especial por los pueblos que sufren violencia y guerra. El desprecio de la vida atenta contra la paz y la amistad entre las naciones. Y también recemos por los enemigos, como nos pidió Jesús. Santa Teresa enseñaba de la oración diciendo que es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Y es hermosa la expresión de la Biblia acerca de Moisés y Dios: «El Señor conversaba con Moisés cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo» (Ex 33, 11).