De cuando en cuando surgen obras artísticas que despiertan encendidos debates. Son aquellas que ponen el dedo en la llaga en el momento exacto en el que nadie puede hacerse el distraído, imposible que pasen inadvertidas por los temas que abordan y no por la campaña de marketing. Es casi seguro que Relatos salvajes será un éxito de taquilla, pero también lo es que la película de Damián Szifrón despertará polémica en aquellos que la vean.
Hay un tema que atraviesa los seis episodios del film que representó a la Argentina en el último Festival de Cannes: la violencia inmanente. Es probable que, como de costumbre, en los debates existan los que digan que la película, al ser local, habla de la violencia en nuestra sociedad, donde resultaría particularmente llamativa. Como de costumbre, cuando se sostiene que Argentina posee un elemento particular, tan sólo se deja en evidencia que se desconocen otros países y sociedades donde se producen similares actos corruptos, solidarios o lo que sirva al anecdotario del instante. La violencia que arranca nerviosas carcajadas en las dos horas que dura Relatos salvajes es nuestra, pero lo es por pertenecer a la especie humana y no por haber nacido por azar en un territorio determinado.
Ya desde los títulos iniciales Szifrón da a entender su concepción de la violencia social: las personas viven en un territorio hostil que termina por transformarlos en animales. Ese terreno puede ser una ruta de paso –una curiosidad: los dos episodios que hacen referencia a las clases bajas, el segundo (con Julieta Zylberberg) y el tercero (con Leonardo Sbaraglia), no muestran sus hogares sino lugares por donde transitan–, pasillos burocráticos –el capítulo con Ricardo Darín–, una casona de San Isidro –con Oscar Martínez– o un salón de fiestas –con Erica Rivas–. Quizás la objeción que se le podría hacer a esa concepción es que si uno se detiene en lo expuesto en el film, los personajes que conforman el concierto de Relatos salvajes son, en definitiva, no un amplio abanico como se anuncia en los títulos sino pequeños ratoncitos arrinconados por los laberintos de su sociedad que sólo atinan a matar a otros ratoncitos –a excepción del episodio con Darín–. No se trata en esta posmodernidad de que Hobbes haya tenido razón y el hombre sea el lobo del hombre, sino de que pareciera ser mucho más patético: “El hombre es el ratón del hombre”.
Habla, así, el autor de Los simuladores y Hermanos y detectives, de seres humanos acorralados, atosigados, que con el disparador indicado explotan –en algunos casos, literalmente– y deciden hacer justicia por mano propia –a excepción del personaje de Oscar Martínez, que directamente opta por anular la justicia, por comprarla–. Y ése es otro de los elementos que recorre los seis episodios: la ausencia absoluta de justicia, recurrir a la venganza como último recurso ante la ineficacia de las instituciones.
Como para confirmar la hipótesis de la humanidad reducida a una fauna, los ratones/personajes ven un enemigo en el resto de los animalitos, casi nunca un integrante solidario que atraviesa las mismas penurias, cuando justamente el ser humano es desde los tiempos de las cavernas solidario para suplir falencias frente a un medio hostil. El ser humano posmoderno, tal como muestra Relatos salvajes, ha perdido las características que lo transformaron en homo sapiens, y si bien utiliza su raciocinio para tareas rudimentarias, no está unido al resto de los integrantes de su especie y cualquier excusa pareciera ser suficiente para reducirlo a su faceta animal.
Suponer que la hipótesis certera de un ser humano degradado aplica sólo al contexto argentino o que las vicisitudes del personaje de Darín con la burocracia refieren sólo al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires constituiría un error grave. Reducir el planteo tan interesante como arriesgado de Szifrón al ínfimo e irrelevante contexto argentino implicaría dejar por una vez de lado la indignación habitual ante los dislates anecdóticos para abocarse a una preocupación trascendental: la especie se ha degradado, edificó instituciones que dejan a los individuos desprotegidos y los transforma en simples animales que disfrutan el precario placer de alguna novedad tecnológica pero que no saben bien para qué viven, que se resienten y que terminan por estallar con cualquier excusa.