Justo cuando recibí la invitación de PERFIL para escribir una columna sobre Independiente, hacía minutos me había enterado de la muerte de Gabriel García Márquez. La asociación fue inmediata: lo que se vive en el club sólo se entiende dentro del realismo mágico, y Avellaneda es poco menos que Macondo.
Independiente en mi vida no fue una opción.
Justo cuando recibí la invitación de PERFIL para escribir una columna sobre Independiente, hacía minutos me había enterado de la muerte de Gabriel García Márquez. La asociación fue inmediata: lo que se vive en el club sólo se entiende dentro del realismo mágico, y Avellaneda es poco menos que Macondo.
Independiente en mi vida no fue una opción. Cuando nací, mi viejo me quiso poner de nombre Carlos Ernesto en homenaje a sus dos jugadores favoritos: Carlos Cecconato y Ernesto Grillo, que junto con Michelli, Lacasia y Cruz hicieron historia en el fútbol argentino. Pero mi vieja hizo valer sus derechos y logró colar Daniel, el nombre de su difunto padre.
Mi viejo me impregnó el orgullo de una historia riquísima. El gol de Grillo a los ingleses, los cabezazos de Erico, Antonio Sastre, la primera cancha de cemento hecha por el club y no como la de Racing, que se la había construido Perón. Siempre estuvo claro que ser hincha de Independiente significaba adherir a una serie de principios que nos diferenciaba de los otros grandes. Una grandeza que, sencillamente, se definió como orgullo nacional. Y también tenía que ver con una ética y un estilo dirigencial.
Lo bueno para mí fue que esas hermosas historias que me había contado mi viejo tuvo nuevos y gloriosos capítulos que pude vivir en vivo. Las siete copas Libertadores, con Mario Rodríguez, Bernao, Santoro, Pavoni, Pastoriza, Bochini, Bertoni y Trossero, entre otros. El increíble 3-0 frente a Cruceiro, la final contra Talleres con ocho jugadores, las dos Intercontinentales, la generación de jugadores que salieron de las inferiores después del retiro del Bocha, como Gustavo López, Garnero, Rotchen y Rambert, que ganaron dos Supercopas y, años después, Gabriel Milito.
Pero este nuevo siglo trajo una decadencia brutal que sólo tuvo alguna luz en ese equipo campeón de 2002 que se armó con un fondo de inversión que acerqué al club como un plan cortoplacista para zafar del descenso. Estaba claro que era sólo eso: comprar tiempo para revertir un proceso de caída libre. Pero ocurrió lo contrario. Se instaló la decadencia con Andrés Ducatenzeiler como primer abanderado, que llevó al club a un pasivo de 60 millones de pesos. Después negoció con Comparada una transición para que empezara sus dos nefastas gestiones, que dejaron al club con una deuda de 325 millones, en zona de descenso, con un estadio a medio terminar que es un monumento a la corrupción por tantos costos inexplicablemente incrementados y con la incorporación de 117 jugadores. Se vendieron incluso las dos últimas joyas que generaron las inferiores: Ustari y, fundamentalmente, el Kun Agüero. Si no, el pasivo hubiera sido mayor.
Como fruto del voto castigo, las últimas elecciones las ganaron los Místicos, liderados por un presidente como Javier Cantero. Al principio parecían dirigentes honestos con buenas intenciones que querían revertir la decadencia, pero al poco tiempo demostraron que eran un grupo de kamikazes inconscientes, sin plan de gobierno, que siguió profundizando el endeudamiento y lo llevó a 500 millones. El descenso llegó como una consecuencia lógica y merecida por tantas malas gestiones. Además, nos embargaron las copas, los chicos de la pensión pasan hambre, la lucha contra la barra se perdió. La gestión es tan mala que hasta revivió a algunos ex Comparada como opciones aggiornadas para las futuras elecciones. Somos testigos de cómo, por un acuerdo que representa el 2% de la deuda del club, se quieren adueñar del fútbol profesional.
En el fondo, la peor crisis es moral y cultural. Perdimos esa identidad que significaba ser de Independiente. No sólo tengo nostalgia futbolística, sino también de aquellos valores que nos llevaron a ser el orgullo nacional. Recuerdo que en sus últimos días de vida, mi viejo miraba al Rojo por TV y me decía: “Esto no es Independiente”. Mi viejo se fue a fines del año pasado sin resignar esos valores. Lo extraño, y mucho.
A esta columna le puse el título de una gran obra de García Márquez y quisiera cerrarla con un párrafo de su discurso cuando recibió el Premio Nobel en 1982: “A través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender una nueva utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y siempre una segunda oportunidad”. Aunque no tenga a mi viejo al lado para abrazarlo de alegría si revertimos la historia y volvemos a ser Independiente.
*Empresario y socio de Independiente.