Por Hugo Asch | La lenta agonía del nuevo torneo de 30 equipos y del árbitro Andrés Merlos. El gelatinoso campeonato que murió antes de nacer y los fatídicos cinco minutos de adición.
Hugo Asch
“No hay tiempo de más, / no hay tiempo de más, / una hora es fatal, / un minuto igual. / No, no me digas, que no se puede, / no se puede volar. / No te queda un minuto más,/ para arrepentirte, / no, no te queda un minuto más, / para arrepentirte”, Javier Martínez (1946); de su tema “No hay tiempo de más”, Manal (1970)
Aníbal, el hombre con los bigotes de Nietzsche, desliza una de sus frases elípticas, sutiles como un cross a la mandíbula: “Si estuviese el viejo, éstos se cagarían encima; pero como no está, ahora se sienten guapos que esperan a la mina abajo del farol”. El viejo, claro, era Julio Grondona, el hombre que supo mantener el poder durante 35 años en un país donde nada, ni lo bueno ni lo malo, dura demasiado. Y “éstos”, los dirigentes del fútbol nativo, que hoy sufren y disfrutan la feroz excitación psicomotriz del heredero perpetuo que un día, por fin, llega al lugar que tanto había soñado pero, maldito sea, apenas puede manejar.
Feroces, torpes como adolescentes, caminan en zigzag con los zapatos grandes de papá mientras piensan en cómo derrumbar a martillazos la antigua casa sin que nadie lo note. Difícil.
Segura, que lloró de emoción cuando fue ratificado como presidente de la AFA, balbucea incómodo como testigo falso. Juan Carlos Crespi, desde Europa, todavía en su puesto de embajador con la Selección luego de aquella aparición estelar en las cámaras ocultas del Mundial, entradas en mano, dispara con munición gruesa, fiel a su estilo. “El fútbol no se hace cortando polleritas”, afirma con el énfasis de quien ignora la duda, como cuando nos reveló: “Los apóstoles eran los barrabravas de Dios”. La empresa Torneos y Competencias recupera el brillo de los tiempos del codificado y recibe a los infieles, los mismos de la mano en alto y el sí automático que, como Evita en el día del renunciamiento, piensan cómo decir que no sin decir que no.
¿Qué hacer con el aluvión zoológico? Abrumada por el imposible torneo de treinta equipos, la first class del Titanic duda menos de lo que parece mientras alista sus botes de lujo. Por ahora los aceptarán a regañadientes, los distraerán con espejitos de colores mientras resucitan la idea del voto calificado, sueño trunco de la Argentina del modelo agroexportador. Avanzan sólo para volver atrás. Una historia circular, cruel metáfora del país que somos.
No hay manera de explicar a Grondona sin poner el acento en esta grotesca comedia de enredos en la que se discute el poder. No hay manera de explicar a nuestra clase política sin vernos frente al espejo, sin maquillaje.
“Con Grondona, esto no pasaba” fue la frase más repetida en estos días, dicha con más nostalgia que ironía. Cierto. Ni las dudas sobre el gelatinoso torneo que murió antes de nacer, ni esos cinco minutos de tiempo recuperado –figura de extraña belleza impuesta por Marcelo Araujo en Fútbol para Todos– que el árbitro Andrés Merlos le aplicó sin anestesia a Arsenal de Sarandí, su club, en cancha de Lanús. Mucho menos el último minuto, el fatal.
Ensimismado con la dulce borrachera de la unanimidad que tanto añora, el ambiente futbolero desplegó todo su arsenal de palabras fatuas, rimbombantes, vacías por repetición. Bochornoso. Impresentable. Vergonzoso. Escándalo. Inepto. Deplorable. Merlos se equivocó –aunque no menos que la mayoría de sus colegas– y recibió el clásico castigo del perejil sorprendido en el barrio de los dueños del circo. Lo destrozaron.
Lejos de la exuberancia de Pitana, los dos metros de Maglio, el cuerpo de atleta de Vigliano o el repertorio gestual de Lunati –el Alberto Sordi del referato nativo–, Merlos se las arreglaba como podía, silbato en mano, físico modesto, piernas rápidas para estar encima de la jugada, ceño fruncido, serio, casi agresivo en sus formas. Ya en 2013 había llamado la atención por la manera en que se defendió luego de anularle dos goles a River, en Rafaela. “Lo más fácil es criticar al árbitro. Mejor pregúntenles a los jugadores por qué no definen mejor o por qué Ramón Díaz no prueba con otra táctica”, huyó hacia adelante, camuflando la timidez del recién llegado.
Con un puñado de partidos en Primera, logró que el Departamento de Arbitraje de la AFA lo promoviera a la categoría de Internacional. Algo le vieron, es obvio. Algo difícil de advertir; al menos para mí, que para nada envidio el oficio de estos jueces que fallan a simple vista, en un segundo, bajo presión y a 120 pulsaciones por minuto.
La misma gente que lo encumbró, le soltó la mano. Como Kate Winslet a Di Caprio en medio del mar congelado, la escena menos romántica de la historia del cine.
Guillermo Marconi, titular de Sadra, el gremio de Merlos, fue tan terminante en su crítica que Beligoy, presidente de la rival AAA, aprovechó para marcar diferencias: “Más allá de su error, debemos proteger a la persona”.
Humberto Grondona, críptico, sostuvo que lo de Merlos es imperdonable porque “no fue un error humano”. Ahá. Angelici se cebó imaginando un telegrama de despido. Scime, el director de Formación Arbitral que recibió a la oveja descarriada en tiempo récord, dijo que su argumento del “bloqueo mental” era inaceptable; aunque una vez confirmada la suspensión por tiempo indeterminado aplicada por la AFA anunció que Merlos volverá a dirigir… en el Nacional B, ese lugar debajo de la alfombra donde va a parar todo lo que se barre en las oficinas de Viamonte. Ay.
Dos días después de la catástrofe, Merlos, un suboficial mecánico de la Fuerza Aérea capaz de subirse a un Mirage y volar a 2 mil kilómetros por hora, viajó a Pehuajó para dirigir un partido de liga donde adicionó… cinco minutos. Una audacia.
Una manera de resistir en medio de la hoguera, antes de quebrarse y llorar, de hablar de su vida, su familia, su vocación. Antes de buscar la piedad que tal vez no tengan con él sus colegas de errores y horrores, los que mandan. Esos que si no corren, vuelan.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.