Por primera vez juegan por la Copa del Mundo. Los jóvenes sobrevivientes de la última guerra y un relato por todos.
Recién arranca el Mundial y ya hay sorpresas, promesas, batacazos y decepciones. Aún no se cumple la primera semana desde la inauguración de la Copa del Mundo, pero todos los equipos hacen gala del relato de su selección (y los reveses de los primeros partidos).
Brasil 2014 parece ser para Bosnia y Herzegovina, no por calidad futbolística (que no es tema de discusión acá), sino por el pétreo relato de los once que en pocas horas se enfrentarán a Argentina. A falta de trayectoria mundialista, el país debuta como tal en un Mundial. Sus 22 años como Estado formal arrastran el asfixiante peso de la guerra, la que los independizó de Yugoslavia y todas las anteriores, que pusieron a la región como inesperado enclave para detonar los peores conflictos de la historia mundial. Los sobrevivientes exhiben, involuntariamente, las marcas de anexiones y secesiones desquiciadas. Y su seleccionado no escapa al mito.
El equipo de Safet Susic es el de los “niños de la guerra”. Así hablan los medios de ellos, y no se equivocan. Buena parte de sus integrantes vivieron la guerra que, en poco más de tres años, deshizo el mapa político de los Balcanes. Algunos, como Begovic o Ibisevic, integraron la legión de casi dos millones de desplazados. Volvieron al país años después de deambular por el mundo con el recuerdo de sus raíces. Otros, vieron morir a familiares, entre las más de 100 mil víctimas fatales del conflicto. Entre ellos, Edin Dzeko.
Son “los niños de la guerra” y no lo ocultan. Por el contrario, la camiseta exalta su sentido de pertenencia: los once de mañana son la diáspora de bosnios en todo el mundo, los nacidos allí, y los hijos y nietos de. Pero su experiencia de la guerra no los convierte, en sí misma, en jugadores de primera. Son tan sobrevivientes como víctimas, al igual que otros. Como el croata Luka Modric, otro “niño de (otra) guerra”. Ni pena ni temor.
Aunque cierto, el relato bosnio raya el error nacionalista, el mismo que cometemos todos, que pasamos por tres camisetas en una tarde hasta que llegue la propia. Porque nuestro tercer apellido es italiano, somos hijos de españoles o nuestro abuelo era francés. Detestamos a Inglaterra al punto tal que la embajadora en Londres organiza charlas sobre fútbol con la camiseta de Argentina. Un gesto tan estúpido como si un republicano festejara la derrota española porque la camiseta no lleva una banda morada.
Desacertado, como el saludo filonazi de Simunic con la camiseta croata, que le valió una suspensión de diez fechas. O como la vergüenza profesa del exarquero polaco Jan Tomaszewski ante una selección a la que le faltaban “verdaderos polacos”. En 2012, el equipo tenía, al menos, tres jugadores que habían pasado por las inferiores de otros países.
El frenesí mundialista saca lo mejor y lo peor de nosotros. ¿Cuando arranque el partido alguien recordará la historia de vida de los jugadores? ¿Nos importará su derrotero pasado hasta llegar a su histórico debut mundialista? ¿Podemos ser honestos y decir que, por 90 minutos y en pos de ganar, no nos interesará en lo más mínimo?
La pasión no puede ser siempre igual. Y la que genera el fútbol no tiene mucho que ver con aquella que sentimos cuando se nos ocurre, sin mano izquierda, resolver el mundo entero.