Un Mundial nos llena de miedo a todos. A los futbolistas, que son conscientes de que salir campeones representa no sólo un vuelco radical en su carrera, sino que instala su apellido con huella indeleble en la historia de su deporte. Lo que no suelen tener en claro es si ese objetivo se alcanza con la generosidad de España en 2010 o con la avaricia -y no pocas malas mañas- de Italia en 2006.
Nos llena de miedo a los periodistas que sabemos perfectamente que, si el seleccionado avanza, nuestra presencia en el lugar del torneo eleva al estrellato hasta a un analfabeto. Muy por el contrario, una derrota prematura -o previa a las semifinales, instancia que te garantiza presencia e interés hasta el último día del torneo-, desactiva las coberturas y te desciende a los infiernos del regreso a los piquetes, a las aulas vacías, al subte incierto y al submundo de los tuiteros que descubren una vida insultando desde el anonimato a gente notoria.
Y nos llena de miedo a los hinchas, que celebramos hasta el asombro esto de hacer fuerza todos por una misma camiseta. Puedo imaginarme la desorientación de aquel fanático de Central que aun hoy soporta la ronquera del festejo del golazo de Maxi a los mexicanos. O el desconcierto del fana Millonario que cambió puteadas por lágrimas de gloria de la mano del gol de Palermo a los peruanos. El Mundial, de alguna manera, nos convierte en amantes de un fútbol que no vivimos regularmente. A veces, el juego ni siquiera es sustancialmente mejor que el vernáculo. Pero se nota que esto de los estadios repletos -por hinchas, excepción hecha de los barras bravas que ayudamos a viajar-, del campo de juego sin infiltrados y de la calidad HD de la tele -aún no ha llegado masivamente la Alta Definición a los relatos y comentarios pero no desesperen-, es asunto de cada cuatro años. Y al margen de sentir que podés gritar en un bar el gol de tu equipo sin que el de al lado te clave el tenedor en la yugular, está esa maravilla de los mano a mano de octavos o cuartos, instancias en las que podés disfrutar de mandar a casa -es decir, a la realidad- a multitudes de hinchas rivales, para los que la derrota significa que la fiesta sigue pero ya no es tuya.
Recuerdo Francia 1998, cuando la fortuna y la profesión me pusieron en Saint Etienne aquella noche de un Owen endiablado, un Beckham adolescente y el inolvidable festejo en los penales ante los ingleses. Por cuestiones de logística, en lugar de pasar la noche compartiendo una cama con tres colegas en un hotel de las afueras de Lyon opté por tomar el primer tren disponible a Paris. Fue cerca de las tres de la mañana, en la estación Lyon-Perrach. El viaje duró hasta el amanecer y creo que hasta el maquinista era un hooligan. Los vi serios, borrachos o dormidos. Pero más que enojados, se los notaba tristes. Ese Mundial seguía siendo celebración para gentes de ocho países. Ya no para ellos.
Entonces, a ese miedo a que el Mundial empiece a interesarte mucho menos o a lo sumo grites algún gol español en memoria de tu abuelo nacido en Albacete, se le contrapone el éxtasis por decirle adiós con la manito a aquella brigada de tanos que amanecerán pensando más en Garibaldi, la Cicciolina o Nicola di Bari que en Marchetti, Pirlo o Balottelli.
Tal vez por esos miedos es que jugamos los Mundiales desde tanto tiempo antes y juramos venganza eterna si nos llega a ir mal y Sabella no convocase a Carlitos Tevez. El Jugador del Pueblo, suelen decirle muchos hinchas y unos cuantos simplistas del idioma periodístico. Ayúdenme a comprender a qué se refieren con ese apodo. ¿Es algo así como Evita jugando de media punta? ¿O se trata de Francisco tirándole un caño a Ratzinger antes de clavarla en un rincón de la Puerta de Santa Ana?
Tevez es un futbolista maravilloso y no descubro nada diciéndolo. Un crack de esos que destripó mercados bravos como el brasileño o el inglés sin perder nada de su estirpe de potrero, esa que lo convierte en un jugador inclasificable. Fue el as de espadas de un Boca plagado de sotas, caballos y reyes. Enamoró a Lula en Corinthians y salvó al West Ham de un descenso inevitable elevando a condición de equipo a un puñado de muchachos inmerecedores de compartir vestuario con él. Enojó a los del United brillando en el City -muy a pesar de Mancini- y es el hombre que se roba las sonrisas de una Juventus que, en 28 fechas, perdió casi tantos puntos como el puntero del Torneo Inicial en solo ocho jornadas. Monstruo temido en los últimos treinta metros de la cancha rival, lleva luego de más de una década una media de casi un gol cada dos partidos. Aclaro que, aun así, me niego a considerar al gol como su única carta de presentación.
Fue el hombre del torneo cuando la Argentina ganó la dorada en Atenas. Pero no es un dato para tener muy en cuenta, en tanto varios de los futbolólogos, cuyas chapucerías consumís, creen que se trató de un título de segundo orden, pese a que esa mañana en Grecia, Carlitos terminó con 52 años de abstinencia olímpica.
Entonces, empieza la otra historia. Esa que desmiente brutalmente que Carlos haya sido más que esporádicamente un hombre decisivo con la celeste y blanca.
Influyó poco en las copas América de 2004 y 2007 y entró por presión dirigencial en la de 2011, en la que, para colmo, le tocó fallar en la definición con los uruguayos. Fue irrelevante su gestión en las eliminatorias del Mundial alemán, en el que fue casi un anexo al plan Pekerman. Parecido le fue antes de Sudáfrica. Y Maradona lo convirtió en su única decisión sensible acertada. En ese contexto tuvo su noche de gloria ante México, tal vez su gran partido seleccionado. Alrededor de la gran cita, su historia en eliminatorias tiene casi tantas expulsiones como goles. Y a propósito de goles, jugando por Argentina su eficacia baja a un gol cada cinco partidos, cifra cuya negatividad se potencia si tenemos en cuenta que jugó mucho menos por el seleccionado que a nivel de clubes.
Al margen de los goles, ni Bielsa, ni Pekerman, ni. Basile, ni Batista, ni Maradona -hasta aquel partido con México- lo consideraron imprescindible en sus planteles. Es decir, no sólo a Sabella le cabe la pregunta o el cuestionamiento.
Por favor, no se aferren ni a este último análisis, ni al primario. Tevez es, para mí, un enorme interrogante. Sin dudas, lo tendría entre mis 23 antes que a Lavezzi, por ejemplo. No desmerezco al delantero del PSG, quien tampoco ha brillado cuando tuvo su chance, pero entiendo que Carlos es, aun desde el banco, un jugador que puede, por ejemplo, romper todo esquema ante un rival amarrete. ¿Como Zárate, dirán? Sí. Como Mauro Zarate.
Por cierto, teniendo en cuenta que ningún equipo serio usa realmente más de 18 jugadores de los 23 que van a la Copa, más ruido aún me hace su ausencia.
Sin embargo -otra vez, sin embargo- entiendo que hay cosas que jamás comprenderé de la formación de grupos. No las comprenderé porque, primero, no tengo ni por asomo idea de lo que se vive en la intimidad de un plantel que va a un Mundial. Y segundo, porque tampoco me preciaría de saber armar equipos de trabajo.
De tal modo, me remito a lo que me han contado los protagonistas. Tanto deportistas como entrenadores. Los más suelen explicarte que los grupos que consiguen grandes logros se caracterizan por la madurez de quienes subalternan sus disidencias al objetivo común. Como Las Leonas, como el básquet, como los Pumas de 2007. Otros aseguran que, a veces, cuando una pieza no encaja en el día a día, tarde o temprano el cajón se pudre. Te explican que es tanto más el tiempo que se pasa en la concentración que dentro de la cancha que termina siendo vital armonizar en la ronda de mate, el truco, la Play o el asado que durante los noventa minutos.
A quienes soñamos con que la competencia deportiva aún tenga algo de juego, nos da cierta bronca que las cosas sean así. Pensamos que estos muchachos privilegiados por el don de la destreza sean incapaces de esconder vanidades en beneficio del juego que los hace ricos y famosos cuando deberían ser lo suficientemente lúcidos para, también en su cabeza, armar la lista con los mejores en el juego, y no solamente con los muy buenos que, además, son amigos. En tanto esta lucidez no abunde, es el entrenador quien debe armonizar entre necesidades deportivas y relaciones humanas.
Del mismo modo, no me imagino a Tevez reemplazando a ninguno de los tres delanteros que usará Sabella, esperemos, durante todo el torneo. A modo de modesto ejercicio de justicia, debo recordarles que, por ejemplo, Gonzalo Higuain tiene una eficacia más de dos veces superior a la de Carlos. Lo destaco para quienes pretenden sostener su apoyo a Tevez desde el valor gol, algo que, por cierto, jamas podría faltarle a un equipo que cuenta, además, con Agüero y Messi.
En definitiva, entiendo que sólo Sabella tiene bien armada la ecuación interna que deja al fenómeno fuera de las listas.
Y aunque la sola insinuación de que entre los 30 pudiera aparecer Franco Di Santo y no Carlitos me parezca hasta provocación, tengo en claro que Sabella jamás haría algo que perjudicara sus propias chances de quedar en la historia.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.