Gonzalo Bonadeo | Lo que pasó en la cancha también fue responsabilidad de un sistema perverso, miserable y cagón.
Gonzalo Bonadeo
Se la simplificó llamándola la Tragedia de Heysel. En realidad, el ataque de los barras de Liverpool a un sector de hinchas de Juventus en la previa de la final de la Champions League (entonces, Copa de Campeones de Europa) de 1985, fue una matanza. No hay registros de que un solo inglés haya terminado con las manos manchadas con sangre, pero fue tan elocuente el acoso de los violentos que provocó el desbande de los hinchas rivales que no hubo duda de la responsabilidad de los autores intelectuales del crimen.
Tristemente, el partido se jugó. Y lo ganó Juventus, como para que algún cronista, entre obvio y patético, considerara que hubo algo de justicia divina en uno de los episodios más tristes de la historia del fútbol. Fue una tarde espantosa que difícilmente hoy podría repetirse. Al menos en el ámbito del fútbol europeo. Y no porque hayan mejorado las sociedades, sino porque, para empezar, ningún partido se juega a continuación de incidentes mucho menos graves que aquellos. Luego, por una cuestión de persuasión. Sin meterse en justificativos timoratos que sólo pretenden evitar las condenas –algo demasiado frecuente en la Argentina–, no sólo se sancionó deportivamente a Liverpool, sino que, consecuencia del triste fenómeno Hooligan, todo el fútbol inglés se quedó sin representación en competencias europeas de clubes durante un lustro.
Los de Arsenal y los de Manchester United, los de Everton y los de Millwall –club aún hoy famoso por la violencia de un sector de sus hinchas– también pagaron las culpas de hinchas de un equipo al cual suelen considerar archirrivales. Hay muchas aristas para explicar por qué este episodio fue el comienzo del fin de la omnipresencia de los violentos en el fútbol europeo. Una de ellas tiene que ver con el negocio; para muchos, el único camino a través del cual se entienden razones.
En realidad, el deporte de alta competencia en general cambia reglamentos, profundiza conceptos y decide cosas dentro de los escenarios y fuera de ellos, pensando en cómo vender mejor el producto. Una búsqueda absolutamente legítima que obsesiona por igual tanto a las disciplinas más profesionalizadas como a aquellas en las que el dinero sirve para financiar de todo menos a los atletas que aún compiten, fundamentalmente, por amor a su deporte. No me animaría a decir que exista una disciplina competitivamente importante en la que el atleta no reciba dinero, pero establezcamos como amateur a aquél que percibe un viático o una beca en contraposición con aquellos que en apenas un par de actuaciones ganan lo que los demás mortales no lograríamos ni en tres vidas.
Como sea, así como el fútbol inglés tuvo que tomar decisiones de fondo para terminar con las masacres/tragedias que lo afectaban tanto en lo social como en lo comercial, disciplinas infinitamente más austeras se mueven permanentemente dentro de una dinámica que les permita convertir a su actividad en lo suficientemente atractiva como para seducir al público en los estadios, crecer en la consideración del ranking olímpico que instala una jerarquía –y un ingreso económico– entre los deportes y, especialmente, ganarse un lugar en las pantallas de tele del todo el mundo.
Lo hace el atletismo, que recorrió un largo camino hasta convertir a su Diamond League –circuito anual de quince etapas– en un maravilloso producto de dos horas de duración por torneo en las que siempre pasa algo atractivo.
Lo viene haciendo el tenis de muchos modos, desde la creación del tie break para acortar la duración de los sets hasta las reglamentaciones que condicionan a los mejores del mundo a que, si se ausentaran de alguno de los principales torneos que están bajo la órbita de la ATP –los Masters 1000; los Grand Slams son asunto de la ITF–, eso afectaría irremediablemente su ranking. Pronto se hablará más del Fast4 que Federer y Nadal lanzarán al mundo en enero próximo en Australia.
Le pasa al rugby. Al de quince, aclaro, ya que el de trece es otro deporte, escisión del Rugby Union desde hace más de cien años y con variantes que van desde la formación de los jugadores hasta la inexistencia del line out o la vigencia de la regla que establece que, después del sexto tackle, el equipo rival recupera la posesión. Decir que son lo mismo es similar a la burrada de creer que el taekwondo es lo mismo que el karate sólo porque en ambos se pegan patadas. El rugby, decía, cambia sus reglas todos los años tratando de que el juego, cada vez más físico y muchas veces tosco, gane en dinámica y continuidad. Tanto como se hizo cargo de las brusquedades y deslealtades consideradas menores en otros tiempos hoy te deja sentado fuera de la cancha durante diez minutos. De algún modo, se intentan cuidar los modos, potenciar el espectáculo y sancionar la mala fe. Aunque muchas veces no lo consiga.
Le pasa a la NBA, que es dentro de los deportes de práctica habitual en nuestro medio, el producto mejor comercializado del planeta. Aunque tenga conflictos gremiales que, de tanto en tanto, la pongan en jaque, no le hace falta ganar más dinero a la liga. Pero eso no implica que no estén sus responsables buscando día a día darle un valor agregado. Eso incluye las fortísimas sanciones deportivas –las económicas son decididamente vueltos para los grandotes– ante actitudes que pudieran horrorizar al espectador.
Nadie es culpable de que existan en el deporte los mismos maleducados que hay en cualquier esquina de la vida. Lo que se intenta es, al menos, ponerlos en caja.
Dicho en argento, el mundo del deporte se preocupa cada vez más por evitar los piantavotos.
Por más que exista la buena voluntad, no querría caer en el error de idealizar y andar creyendo que lo hacen por principios filosóficos o morales. Seguramente es el negocio lo que más los moviliza y los disfraza de guardianes de la pureza y la belleza del producto que comercializan. Como sea y por lo que sea, pero lo hacen.
Los argentinos venimos de atestiguar la muestra más acabada de lo lejos que estamos de ir por ese camino. Cada partido de fútbol en la Argentina pone en evidencia el desinterés de los dirigentes –también, de lo protagonistas– por mostrarle al público un espectáculo digno, bien presentado, vendible. Nadie tiene derecho a exigir normas de buen gusto futbolero, aunque lindo sería que, alguna vez, se debatiera a qué mierda se quiere jugar. Da pena que casi nadie se interese por cuidar, al menos, lo que rodea al juego mismo. En el caso del último Boca-River, la culpa la tenemos los hinchas, que compramos el yogur sin chequear la fecha de vencimiento. Aunque lo que pasó en la cancha también fue responsabilidad de un sistema perverso, miserable y cagón.
Es curioso que los mismos que nos indignamos con el constante incumplimiento de las leyes vigentes justifiquemos o soslayemos el incumplimiento de las leyes dentro de un campo de juego. Entonces, explicamos la inconveniencia de que se hubiese expulsado a Vangioni por la patada que le dio a Martínez, no porque el reglamento no lo ordene, sino porque apenas se habían jugado dos minutos. Nadie tiene idea lo que hubiese podido producir en el partido y en la serie una decisión como la que correspondía.
Inclusive en favor del equipo de Gallardo que, seguramente y aun en desventaja, hubiera notado cuánto mejor le sienta jugar que pegar. No tomen esta referencia como si se culpara del bodrio inconmensurable del jueves a River por encima de Boca. Los dos jugaron claramente a no perder, algo que, lamentablemente, no se le puede prohibir a nadie. El asunto es no agravar las cosas permitiendo lo que no se debe. A veces, hay gente que cree que las expulsiones son cuestiones ajenas al juego. Como los goles de pelota parada.
En todo caso, lo que importa no es la camiseta que usa Vangioni, por cierto, un lateral de formidables condiciones cuando se viste de jugador. Tampoco la que usa Ponzio. En Núñez podría pasar lo mismo con Díaz o Erbes y no cambiaría lo profundo de la ecuación. De lo que se trata es de ayudar a que las cosas mejoren, a que quienes pueden hacerlo –como River y como Boca– ayuden a mejorar el juego y no a bastardearlo cuando más somos los que miramos un partido. Ni qué hablar de los periodistas tan preocupados en explicar a quién benefició el 0 a 0. Cuando un partido es tan lamentable como el de la Bombonera, cuando se ha perjudicado tanto la esencia del juego, es un ejercicio indigno buscar un beneficiario.
El fútbol argentino transcurre sus días como si fuese la competencia más rica de todas. Los mismos dirigentes que se la pasan pidiendo plata –y aceptando cualquier barbaridad en nombre del reclamo– son los que no hacen nada para disponer de un espectáculo que les dé más dinero. Y el juego languidece. Es coherente. Por estas horas, gente que decide cosas, cree que Racing anda bien y puede ganarle a River no por las decisiones de Cocca, la atajadas de Saja, la jerarquía de Milito, los goles de Bou o el empuje de su hinchada sino por quien relate el partido por tele. Entonces, eligen un periodista –que hace sólidamente su tarea, por cierto– con el cual la Academia ganó los cinco partidos que le tocó relatar. Códigos de PlayStation.
A la pasada, pero en línea con el descuido por el juego en cuyo nombre reclaman dinero y más dinero, la clase política de nuestro fútbol –también una parte de la de afuera– sigue sin tener idea de cómo resolver el engendro del campeonato de los 30. Tranquilos, muchachos. Jamás se olviden de que el primer anuncio al respecto se hizo un 29 de abril. En la Argentina, el Día del Animal.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.