El equipo de Arruabarrena paso por encima a un rival sacado que terminó con ocho jugadores: fue 5-0, en un partido que puede dejar secuelas. El verano fue azul y oro.
Certero, práctico y convencido de su plan, Boca hizo apología de disparar a sangre fría para facturar cada uno de los errores de River. A veces, las fallas de un equipo quedan escondidas en la intrascendencia, si el oponente no tiene la determinación para cobrarlas en efectivo. No fue el caso: Boca se paseó por Mendoza con el talonario en la mano.
Es verdad, el primer gol nació en un resbalón de Maidana, que le dejó el campo libre al chico Cristaldo, imparable en la corrida y letal en la definición. Pero lo que vino después se nutrió en razones enteramente futbolísticas; el gol de Palacios, por ejemplo, fue la prolongación de una pésima cobertura defensiva de River en un córner a favor. Vangioni, imantado por la pelota, fue a cruzar a Chávez en lugar de tapar su zona, lo que posibilitó que Palacios recorriera media cancha libre hasta Barovero, tras el pase del propio Chávez. Y el tercer gol tuvo otra clamorosa equivocación en el retroceso de River: nadie ocupó la zona por donde entró Chávez derechito a enfrentar al arquero. Y derrotarlo otra vez.
Y allí radican los méritos del equipo de Arruabarrena, aplicado para gestionar el partido de afuera hacia adentro: cualquiera que hiciera la diagonal de izquierda o derecha hacia el centro iba a tener ventajas. En eso, Pablo Pérez fue siempre inteligente para filtrar pelotas, tanto como Fuenzalida y Monzón, los laterales, ganaron con facilidad las espaldas de los volantes de River. Tenían claro Palacios y Chávez que con ocupar los espacios que abandonaban Vangioni y Mercado tendrían la mitad del trabajo hecho. Y los volantes, que jugar a un toque retrataría la soledad de Kranevitter.
Con ese panorama, la expulsión de Mayada antes del cierre del primer tiempo fue la lápida de su equipo. Al menos, Gallardo pareció interpretarlo así: del descanso no volvieron Maidana, Vangioni (estaba amonestado) y Mora, por lo que la reconfiguración incluyó jugar con un solo delantero, Teo Gutiérrez. El entrenador quiso proteger a sus jugadores, consciente de que remontar era a esa altura imposible; no exponerlos a una goleada de vergüenza en el afán de ir a lo loco a buscar un gol. Ni hablar cuando apenas pasados los diez minutos fue expulsado Carlos Sánchez, uno de los que había ingresado: el mejor resultado para River empezó a ser el 0-3.
A esa altura de la noche mendocina, Boca era todo serenidad, firmada como estaba su superioridad. El juego se hizo lento, la pelota corría por los pies de los jugadores sin ánimo de hacer daño. Como si inevitablemente River, destapado por la inferioridad –de espíritu, de juego, de reservas físicas–, fuera a ofrecer nuevos blancos por donde meterse al arco con pelota y todo. Ese jugador pudo haber sido Gigliotti, en un momento ideal para empezar a reivindicarse, pero desperdició una buena posibilidad por tirarse. Enseguida, Teo Gutiérrez consiguió la roja que andaba buscando al darle una patadita a Gago. Después, Calleri ajustó la pelota contra un palo y el chico Betancur estiró la goleada a cinco.
Tres anécdotas, a fin de cuentas: lo bueno de uno y lo malo del otro ya los había dejado en evidencia. Y a la vista de todos.