Amor a la Verdad, ¿y odio al que miente?

mentras-opiniondomingo0216Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social

El planteo o interrogante no es ingenuo, sino bien realista. La primera parte de la formulación es medianamente aceptada, pero la segunda nos cuestiona. En tiempos en los cuales el relativismo parece imponerse y en los cuales también parece que da lo mismo una cosa que otra, el amor a la verdad es muy importante. Sin afirmación de la verdad el bien se vuelve sin raíces y queda liberado a los vaivenes del sentimiento. Jesús dijo «yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6), y en este sentido amar la Verdad es amarlo a Él mismo. Mentir es errar el camino, engañar a los demás. La falsedad es defraudación, estafa, siembra la duda y la desconfianza donde debe imperar la certeza. Por eso en la Biblia al demonio se lo identifica como el padre de la mentira: «Desde el comienzo él fue homicida y no tiene nada que ver con la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando miente, habla conforme a lo que es, porque es mentiroso y padre de la mentira». (Jn 8, 44) Utiliza el engaño para hacer tropezar a los hijos de Dios. El demonio odia a los hombres y no tolera vernos felices. Nosotros, los hijos de Dios, en cambio, nos distinguimos por el amor a la verdad, a la vida, a los hermanos.

 

Así lo expresa la primera carta de San Juan: «Los hijos de Dios y los hijos del demonio se manifiestan en esto: el que no practica la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano». (I Jn 3, 10) Queda clara entonces la primera parte del título de esta reflexión: «el amor a la Verdad». Sin embargo, adhiriendo con firmeza a la verdad, podemos llegar a ser inflexibles con quien miente, desarrollando incluso sentimientos de rencor y desprecio. La enseñanza de Jesús al respecto también es muy elocuente. Él siempre estuvo dispuesto a perdonar y buscó a los pecadores. Cuando lo criticaban por eso, enseñó: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). Esta enseñanza de Jesús muchas veces cuesta aceptarla, o como decimos de entre casa, cuesta digerirla. Hace un tiempo una Señora me decía quejándose de un obispo: «tenés que ser pecador para que te responda un mail», y yo pensé para mis adentros, «¡qué elogio le hizo!». También escuché gente que critica porque visitamos a los presos diciendo «van a ver a los delincuentes».

 

Como si por su condición de detención hubieran perdido su dignidad. O como si hubiera delincuentes buenos que merecen ser visitados y otros que no. En realidad no hacemos otra cosa que cumplir con la enseñanza de Jesús «estuve preso y me vinieron a ver» (Mt 25, 36), tan clara y elocuente que nada lo puede diluir o rebajar. Y tan importante es este mandato que la tradición de la Iglesia quiso conservarla como una de las obras de misericordia corporales. Al concluir el Concilio Vaticano II en 1965, el Papa Beato Pablo VI decía: «Una corriente de afecto y admiración se ha volcado del Concilio hacia el mundo moderno. Ha reprobado los errores, sí, porque lo exige, no menos la caridad que la verdad, pero, para las personas, sólo invitación, respeto y amor. El Concilio ha enviado al mundo contemporáneo en lugar de deprimentes diagnósticos, remedios alentadores, en vez de funestos presagios, mensajes de esperanza: sus valores no sólo han sido respetados sino honrados, sostenidos sus incesantes esfuerzos, sus aspiraciones, purificadas y bendecidas… Otra cosa debemos destacar aún: toda esta riqueza doctrinal se vuelca en una única dirección: servir al hombre» (MV 4).

 

En el Año Jubilar Jesús nos enseña que la misericordia no es sólo el modo de obrar del Padre y del Hijo, sino también de quienes queremos ser sus discípulos: «Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso» (Lc 6, 36). Si el amor a la Verdad nos lleva a despreciar al hermano, la fe está derivando en ideología, y borramos la enseñanza del Maestro. Jesús siempre nos enseñó a aborrecer el pecado y amar al pecador. Eso también es nuestro consuelo y esperanza. Él siempre anduvo entre los pecadores para llamarlos a la conversión y mostrarles el amor del Padre. Siempre se aplica aquel dicho: «Dime con quién andas y te diré quién eres». Y nosotros podemos concluir: «Dime con quién andas y te diré de quién eres discípulo». En este tiempo de Cuaresma me estoy preguntando: ¿cuántos presos visité, a cuántos enfermos? ¿Cuánto tiempo dedico a los enfermos y a los pobres? ¿Cómo anda mi termómetro en obras de misericordia? Hablando en cristiano, el amor a la verdad no da derecho a mirar por arriba del hombro a nadie. No te la creas. La Cuaresma es un tiempo propicio para la sinceridad con uno mismo. Pidamos a Jesús nos pacifique el corazón y seamos testigos de la misericordia.