Sabella, Messi, Argentina y nacionalismo solo para el Mundial.
Hugo Asch
“Cándido no estaba de acuerdo, pero tampoco estaba seguro de nada. Pangloss, por su parte, confesaba que siempre había sufrido muchísimo, pero que, como una vez había defendido que todo estaba perfecto, seguía defendiéndolo aun sin creerlo”, Voltaire (1694-1778), de “Cándido o el optimismo”, XXX: Conclusión (1759).
Esta vez sin Di María, más de Higuain que de Messi, definitivamente de Sabella, Argentina se las arregló igual para ganar, pese a los pesares, al sufrimiento, al final pidiendo la hora, un médico allí. Bélgica, un equipo light, resultó menos indescifrable que la hermética Suiza y Argentina, al menos esta vez, supo a qué jugaba; sin dejar espacios vacíos, intentando la salida rápida, el contragolpe letal.
Funcionó en el primer tiempo, con un inspirado Higuain, Biglia –que los conoce bien porque fue cinco veces campeón con Anderlecht en Bruselas– patrullando el medio con Mascherano y un Messi amenazante que a veces finge que es de este mundo y juega como uno más. Después, hicieron lo que pudieron, que fue conmovedor desde el esfuerzo. Chapeau por eso. ¿Tiene chances de llegar a la final? ¿Puede ser campeón? Bueno, en fin; más allá de la lógica, con Messi en la cancha y la Voluntad como bandera, todo es posible, compatriotas. Por qué no.
El fugaz nacionalismo sólo-para-el-Mundial condenó por infiel a cualquier comentario crítico hacia la Selección. Porque ganamos y chau, calentitos los panchos, ojo que los otros también juegan, el Mundial empieza ahora, amargo, los demás no son mejores, ganan, sí, pero ahí nomás.
Bandera en mano, involuntarios fans de Leibniz, estos fundamentalistas de aviso de Mundial, furiosos, reivindican su concepto de mónada –del griego monás, monadós, unidad, sustancia indivisible, que no tienen partes– y la idea esperanzadora de un dios –Messi, obvio– como “ser perfecto que, en virtud de su perfección misma, debe crear el mejor de los mundos posibles”. En ese mundo, entonces, fue celebrada su crítica al técnico después del fallido 5-3-2 contra Bosnia, su asombrosa frase: “Somos Argentina, no tenemos por qué fijarnos en el rival” y la gracia de Lavezzi. Ay.
Pero algo cambió después del gol agónico de Di María contra Suiza. Y, ya sin la dulce embriaguez que provocaban los Cuatro Fantásticos, todos le exigieron cambios al entrenador. Y Sabella, harto de ver la moneda bailando en el aire, se animó y los hizo. Por fin, contra Bélgica, eligió ser él mismo, les guste o no a los demás. Como Julio César, cruzó su Rubicón. “Alea jacta est”, se dijo. La suerte está echada. Agarrate Catalina y vamos todavía con el 4-4-2, espacios bien cubiertos, equilibrio; lo suyo, eso que tanto extrañaba.
Basanta por el suspendido Rojo, de canillita a campeón; Demichelis por el lapidado Fernández, de floja tarea, víctima –como Zabaleta– del vacío que por derecha dejaba Gago, escribano con botines, único con firma autorizada para pasársela a Messi, bien reemplazado por el terráqueo Biglia. Y todos aplaudiendo, chochos. Ser testigo de esa lenta mutación fue más divertido que ver jugar al equipo nacional, ruleta rusa, luz y sombra, noche y día, todo a la vez.
Contra Bélgica, la cosa mejoró bastante, más allá del susto. Veremos qué versión toca el miércoles, en la semifinal.Estrafalarios cultores del trotskismo futbolero, para este equipo, cuanto peor, mejor.
Es notable cómo un Mundial demuestra sin filtro cómo cada seleccionado funciona como síntesis de su propio país. El equipo alemán, organizado, sólido, eficiente, racional, previsible, solidario, es Alemania; tanto como el equipo argentino, deslumbrante en lo individual, viscoso en lo colectivo, paradójico, excesivo, es espejo de la Argentina. En este Mundial, ambos volvieron a convocar jugadores que jugaron en Sudáfrica. Y fueron fieles a su historia. Alemania con su estilo demoledor en tanto impone su ley y regula, abrumador en su riqueza, su capital de recambio. Argentina, con sus brillos, sus abismos, sus momentos geniales, la épica heroica, esa pulsión irrefrenable que nos obliga a demostrarle al mundo que realmente somos lo que creemos que somos.
Brasil, traidor sin pudores a la tradición del jogo bonito, fuerte abajo, famélico arriba, abrumado por la historia del Maracanazo, decidió asumir su realidad y abandonar la trampa de la negación. “No estamos en el Mundial para dar espectáculo–confesó brutalmente sincero Neymar, última esperanza estética del rústico equipo de Scolari–, sólo queremos ganar para que Brasil sea el campeón”. Su lesión convirtió casi en una misión imposible la clasificación a la final, y mucho más topándose de frente con el intimidante muro alemán.
Una grave herida al triunfalismo de todo un país que puede ser fatal para la psiquis del abrumado plantel brasileño o, por el contrario, quizá sirva para aliviarlos, para cambiar de paradigma. En lugar de vengadores de la derrota del ‘50 contra Uruguay, tienen la chance de convertirse en once Obdulios Varela y ganar, cuando nadie lo espera.
La semana que viene cae el telón, muchachos. El show de la FIFA ya cumplió con sus ficciones. Marcha triunfal, campaña contra el racismo, niños de la mano con los cracks, emoción en las tribunas, cenicientas que alimentan la vana ilusión de que los humildes pueden ganarle a los poderosos. Por cierto, serán ellos los que, una vez más, protagonicen el capítulo final, con el planeta como platea. Alemania y Holanda, como en Sudáfrica; y, tragando saliva, arañando y siendo arañados, Argentina y Brasil.
Porque se juega en Sudamérica, uno es local y el otro Messi, la gran estrella, lástima Neymar, maldito juego, apasionante juego, tan imprevisible que puede desafiar al mejor guión jamás escrito, esta millonaria superproducción tan bien vendida por los dueños del circo, esos señores, los que ganan de verdad, ganan siempre ellos, gane quien gane.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.