Lo más triste no fue quedarnos en la puerta de ganar el Mundial, sino que se terminara. ¿Y ahora qué hacemos?
Augusto Do Santos
Una vez que Nicola Rizzoli tomó aire y sopló el silbato para indicar la final de la Copa de Mundo, a los argentinos que tenemos una pelota de fútbol en la cabeza se nos cruzaron varios sentimientos, todos ellos relacionados con la tristeza, la angustia, la desazón.
Porque no pudimos ser los campeones. Porque Higuaín, Palacio y Messi tuvieron tres situaciones claras y, como conjugaría Ramón, no hicieron gol. Porque no pudimos ser los campeones del mundo en Brasil. Porque Leo, el mejor de todos, no pudo levantar la Copa que el fútbol le debe; porque Mascherano, el que mejor defiende nuestros colores, tampoco. Porque estuvimos ahí nomás de ganarle a la mejor selección. Porque no tendríamos más ganas de preguntarle a Brasil qué sentía.
Pero, también, la tristeza era porque el pitazo de Nicola Rizzoli marcaba que se había terminado un nuevo Mundial. Un Mundial que, de tantas emociones que entregó, se pasó rápido. Y esto, justamente, fue una de las cosas más tristes para nosotros: que la Copa del Mundo, esa que le dio un sentido y una esperanza a cada día, se terminara y nos dejara así, solos y a la deriva; que el Mundial nos haya enamorado, con sus Robben, James, Schweinsteiger, Valbuena, Cross, Pirlo, Dempsey, para en cuestión de días soltarnos la mano y prometernos que en cuatro años volvería.
Como si fuese fácil esperar mil cuatrocientos sesenta días por algo tan maravilloso. Como si hubiese algo, cualquier cosa en el medio, que pudiera ocupar su lugar: ¿qué es, cualquier cosa, al lado de una Copa del Mundo para nosotros? ¿Cómo hacer para esperar tanto para volver a descubrir jugadores, equipos, técnicos de Japón, Argelia y Costa Rica? ¿Cómo hacer para esperar tanto para disfrutar de los que sabemos que vamos a disfrutar, como Müller, Neymar, Di María, Hazard, Alexis, Cuadrado, Rooney, Benzema, Messi? ¿Cómo hacer para esperar tanto por ver el nuevo diseño de la televisación para mostrar alineaciones y formaciones? ¿Cómo hacer para esperar tanto por ver ese momento en el que el árbitro agarra la pelota y, tras él, salen las veintidós estrellas?
Y había algo peor todavía, el día después. En realidad, el día después del día después. Porque el lunes, todavía, los portales que leemos y los programas deportivos que seguimos por radio y televisión nos hablaban de Brasil 2014 y hacían balances de lo que pasó, y nos permitían un día más de pelearnos con las cosas que decían, esas con las que pocas veces estamos de acuerdo o a las que siempre les agregaríamos algo.
Pero ya, desde el martes, las cosas cambiaron: al Mundial, que se había despedido el domingo con un portazo, ya no podíamos seguirlo con la mirada allá en la esquina, deseando que cambiara de idea y regresara al menos por un último abrazo. Tardó tanto en venir, se fue tan rápido, se despidió despacio. Mundial cruel, que nos dejó hablando otra vez del contrato de Riquelme, y de Moyano, de Trezeguet, de Centurión.
Mientras este redactor sufre estas líneas, en la televisión un jugador de Newell´s declara que se prepararon muy bien físicamente y esta información, como las de cualquier club del fútbol local o internacional, lo hace pensar en Un caso acabado de Graham Greene. En ese momento de esa novela en la que Querry recibe, hecha un bollo, la carta que le había escrito al doctor Colin con su explicación de por qué no quería dedicarse más a la arquitectura, aunque fuese con los fines más solidarios como requería la situación: “¿A quién le importa? —dijo el médico, y esta pregunta (“¿A quién le importa?”) siguió resonando obsesivamente en la mente de Querry como un verso aprendido en la adolescencia”.