Antes de visitar nuestro país, donde hará dos Luna Park, el artista uruguayo reconoce que sigue trabajando con discográficas porque él desconoce cómo hacer el marketing con su obra. El precio de la fama.
Un disco mucho más bailable que otros de su carrera, “pensado más desde el cuerpo que desde la cabeza”, como él mismo define. De eso se trata Bailar en la cueva, el nuevo disco del uruguayo Jorge Drexler, cuya convocatoria en Buenos Aires no ha parado de crecer en los últimos quince años. Fue sumando cada vez más fans, tantos como para animarse ahora a programar dos Luna Park: en ese estadio se presentará oficialmente el nuevo álbum los días 29 y 30 de mayo próximos. “Voy a estar con una banda grande –le cuenta a PERFIL–. Recién estoy empezando a ensayar, pero tengo una idea de show en la cabeza porque ya he tocado en lugares grandes en países como Chile y Perú”.
—Muchos artistas de gran convocatoria han elegido dejar de lado las discógráficas tradicionales y trabajar en forma independiente. ¿Qué ventajas tiene para vos seguir vinculado a una multinacional?
—Yo estoy muy contento con tener una disquera. Los músicos tenemos una facilidad muy grande para creer que nuestra profesión es el centro del mundo, pensamos que toda la gente que trabaja alrededor nuestro es accesoria, y eso es un error grave. No somos la única parte que importa en el negocio de la música. Distribuir un disco, controlar los puntos de venta, organizar la agenda de prensa, vender los tickets para los shows, todo eso requiere dedicación y gente que lo sepa hacer. Yo no podría…
—Hace unos años, cuando empezaste a venir a la Argentina, hacías una función en el Club del Vino. Ahora hacés dos Luna Park. ¿Trabajaste siempre con ese objetivo?
—No de una manera consciente. En principio, prefiero cinco personas en un concierto con ganas de estar ahí que cinco mil por las razones equivocadas. Obvio que tener cinco mil por las razones adecuadas es lo ideal. Pero nunca tuve necesidad ni me sentí cómodo ocupando territorios de público a los que siento que no llego de verdad. Por eso mi carrera ha sido siempre como una mancha de aceite, incluso cuando hubo saltos como el del Oscar en 2005. Muy pronto, mi carrera volvió a sus dimensiones naturales y siguió creciendo al mismo ritmo, a una velocidad muy lenta, por impregnación. Empecé a dedicarme de lleno a la música recién a los 30 y recién me fue claramente bien a partir de los 40. Entonces no me creo mucho los atajos ni compro espejitos de colores.
—¿El éxito nunca te volvió vanidoso?
—Todos los que subimos a un escenario somos algo vanidosos. Pero creo que, al fin y al cabo, todo ser humano tiene algo de vanidoso. La vanidad tiene dos caras: un exceso de amor propio patológico y un odio a sí mismo también patológico. Mi opinión sobre mí mismo es dinámica: a veces estoy contento con lo que hago y a veces no. No me flagelo ni me ensalzo. No me gustan los homenajes, no tengo club de fans, no me interesa la admiración irreflexiva. Siempre me relacioné, en distintas áreas de mi vida, teniendo como guía la igualdad. La adoración incondicional es tramposa, se revierte muy rápidamente. Yo empecé muy tarde, entonces ya había caminado bastante como para creerme la del rockstar. En ese sentido, soy como Kevin Johansen: él a los veintipico estaba laburando en la puerta de una discoteca y yo, a esa misma edad, estaba en la guardia de un hospital. Eso estuvo bueno, así pudimos ver cómo funciona la vida de verdad.
Lo uruguayo como género musical
El boom de la música uruguaya en la Argentina –sobre todo en Buenos Aires– de estos últimos años ayudó a consolidar aún más el fuerte vínculo entre dos países que tienen muchísimo en común, independientemente de algunos cortocircuitos producidos a partir del conflicto por la instalación de la pastera Bosnia. Jorge Drexler valora esa relación tan cercana, pero dice desconfiar de las idealizaciones: “A veces percibo una consideración excesiva por la música uruguaya, una fe desproporcionada en nosotros –sostiene–. Decir ‘soy uruguayo y soy músico’ en Argentina sirve para entrar con el pie derecho. Se nos adjudicó esa calidad como marca registrada, pero a mí me parece que es bueno que las idealizaciones se empañen un poco. Sobre todo porque, por lo general, se dan por errores de perspectiva. Me alarma un poco la visión del ‘buen salvaje uruguayo’ que tienen en Argentina. Como todos los países del mundo, tenemos defectos, eso es innegable. Quizás los problemas sean más manejables en Uruguay porque es un país más chico, que se puede permitir experimentos interesantes, como la legalización del consumo de marihuana, o puede armar de una manera más sencilla la digitalización de las escuelas con el Plan Ceibal, que es una maravilla. Pero hay que admitir que todo eso es más fácil en un país con tres millones de habitantes que uno como Argentina, que tiene diez veces más gente”.