River y Boca conviven con las glorias del pasado. Los casos de Ramón Díaz y Bianchi.
—Pero usted me aseguró que antes perteneció a otro; eso significa que es posible desprenderse de él.
—Es posible, claro. Pero sólo él sabe cómo, y nunca lo dice. Uno debe averiguarlo por sí mismo. Pasa como con su aspecto. Cada caso es distinto. Abelardo Castillo (1935), de su cuento “El mono”, en “El espejo que tiembla” (2005).
Boca ganó un partido, la Bombonera ovacionó a Bianchi, a Riquelme; y los más fanáticos –candorosos, ingenuos, cegados por la pasión y algo estúpidos, por qué no decirlo– creen que la crisis ya es pasado y que cuando Riquelme esté bien pelearán bien arriba. Por cómo juegan, suena disparatado. Pero todo es posible en estos torneítos de 19 fechas que tanto dependen del fixture, los viajes, la localía, los que juegan copas y ponen suplentes, las rachas, los pitos, en fin. Aquí, se sabe, un título no se le niega a nadie. Si lo ganan, obligarán a Macri y a Angelici a tragarse otro sapo descomunal; más grande aún que el que masticaron cuando “ellos” volvieron, juntos, pedidos por la gente.
El gol de Gigliotti provocó la semana más tranquila en meses, pero lo que más ayudó fue el papelón de River, goleado por Colón; un equipo armado con retazos, chicos, veteranos que se quedaron para dar una mano o porque no encontraron nada mejor. En los papeles, un partido que se ganaba con la camiseta. Fue un desastre. Y la crisis se mudó de barrio.
Ramón Díaz tiene “el perfil de un gavilán que anda buscando pajaritos”; como Abelardo Castillo describe a Esteban Espósito, el protagonista de su novela El que tiene sed. Y con la astucia del rapaz –súbitamente manso y concesivo con D’Onofrio, el nuevo presidente–, en el verano intentó impresionar con nuevos sistemas tácticos, más acordes al histórico paladar negro riverplatense. Probó de todo. No salió nada.
Defensa de cuatro, de tres; doble cinco, uno solo; enganche; Lanzini arriba, al costado; Teo media punta, doble punta, enlace; Fabbro, de crack a trasto viejo; Ponzio, sí o no. Y un equipo sin confianza, solidez, identidad, estilo. Que no jugaba a nada.
Cavenaghi es un chico muy querido, y eso explica por qué tal vez aquí rinda como no lo hizo en los demás clubes donde jugó. El misterio es Teo. Que en Racing era un “9 de manual” y en River nadie sabe de qué juega. Cuando quiere, claro.
En Santa Fe, su apatía indignó tanto a Emiliano, el hijo-asistente, que olvidó su perfil bajo, abandonó la protectora espalda de su padre y, para desmentir a quienes lo acusan de falta de compromiso y no tener autoridad, se arrimó a la línea de cal para instruirlo. Su grito fue didáctico, preciso: “¡Corré, Teo, la reconcha de tu madre…!”. Un mensaje inequívoco que, sin embargo, no causó el efecto deseado. Teo siguió igual, o peor. Ramón decidió que no saliera a jugar el segundo tiempo. Lo incineró.
“Hay un candidato que no me quiere”, advirtió Díaz durante la campaña. Era D’Onofrio. Que como Angelici, sabe que enfrentarse de manera frontal con el técnico más ganador de la historia es un suicidio político. Astuto, Ramón aceptó una reducción en su contrato y se atornilló al sillón. Sacarlo de allí será tarea de titanes. Duro, imperturbable, negador, Ramón se hace dueño de los triunfos y en cada crisis desvía el foco en los otros. Es su especialidad. Los dirigentes necesitan que el equipo levante. Y si no, presionarán para que admita su fracaso y se vaya. Mmm… Difícil que el porcino levante vuelo. No son los límites –ni los propios ni los ajenos– algo que a Ramón le preocupe demasiado.
El incontinente Alonso lo emplazó y fue reprendido por D’Onofrio, que piensa lo mismo pero no lo puede decir. Sin embargo, la suma de papelones lo animó y, con sutileza, le marcó la cancha: “Ramón quiere tanto al club que si le va mal, él mismo dirá basta y se irá solo”, deslizó. Fue como contar un sueño, pero sin psicoanalista.
El diplomático Francescoli, que siendo jugador le disputaba el poder y alguna vez le frenó el reemplazo de Orteguita en pleno partido, fue más allá. Jack el Destripador hubiese sido más amable.
“Ramón está porque pensamos que merecía otra oportunidad; lo heredamos, pero si queríamos, lo sacábamos y listo”. “Hay estar más atentos: ¡no se puede jugar tan mal!”. “Vi un equipo muy largo, desdibujado”. “Si Ramón está confundido después de veinte años dirigiendo, estaríamos en problemas”. “Esto no puede seguir así”. “¿Qué perfil de técnico prefiero? Uno que mantenga la línea histórica de River; con quien se pueda dialogar, consensuar. Mi manejo con él sería diferente al que tengo con Ramón porque, bueno; cuando llegué él ya estaba acá”. De todo, menos lindo.
No hay aquí, como en Boca, trasfondo político. Sólo viejos rencores, cuentas pendientes. Y un técnico con un estilo que está lejos de lo que pretende este nuevo gobierno. Cuyo equipo juega pésimo.
Es curioso. Boca y River conviven con viejas glorias del pasado, endiosadas por los hinchas y enfrentadas con sus cúpulas. Tuvieron tiempo y no lograron nada: equipos sin línea ni alma, errores de principiantes, clima tenso, planteles mal armados. Ser campeón, en ese contexto, suena a chiste. Sin el apoyo de la gente, hace rato estarían mirando fútbol por televisión.
Ningún resultado cambia nada. Estas guerras internas van más allá de una fugaz alegría de fin de semana. Será un título, o el adiós. Nadie asumirá el costo político de echarlos. Ruegan que el desgaste haga su trabajo. Si terminan otro semestre en blanco, decidirán en junio, cuando el país sea puro Mundial.
O los próceres resurgen, como el ave Fénix; o regresarán al bronce, a lo que fue y ya no será.
Sin poder sacarle ni una gota de agua a estas piedras que hoy debe entrenar; impotente, perplejo porque nada de lo que antes le salía fácil hoy funciona; atónito con esta realidad, Ramón –como Bianchi– debe estar harto de reflejarse en ese viejo espejo de luces en el que ya ni siquiera se reconoce.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.