Un análisis de las chances de la Selección en Brasil. ¿Alcanza solamente con Messi?
Cada mes en el que se juega un Mundial tiene su contexto político. En el ’78: Videla; en el ’82: Malvinas; en el ’86: Plan Austral; en el 90: híper; en el ’94: Amia; en el ’98: Yabrán; en 2002: corralito; 2006: vamos por todo; 2010: vamos por más. 2014: ¿?
¿Cuál es la nueva Argentina que presenciará este nuevo Mundial? Como no lo sabemos, quizás mejor que sea así –¿será el país de la Vaca Muerta?–; hablemos de fútbol, solamente de fútbol.
Primera pregunta: ¿por qué nuestra Selección llegó a la final del Mundial del 90 con Monzón, Simón, Olarticoechea, Ruggeri, Troglio y Basualdo, cuya gracia lúdica distaba de ser sublime?
¿Por qué la Selección perdió por goleada en cuartos de final en 2010 con Messi, Tevez, Higuain y Di María de excelsos malabaristas? Debe ser porque el talón de Aquiles del equipo no es la defensa, como se dice, sino el medio campo, como algunos también lo repiten. En el partido con los alemanes, Maradona planteó el insólito esquema de 4-1-5. A los tres delanteros se le sumaban otros dos: Maxi Rodríguez y Di María, que no retrocedían, no tapaban ni marcaban.
Si se deja a los buenos equipos europeos o sudamericanos una estancia por recorrer para jolgorio de sus velocistas y sus contragolpes, el arco argentino se convertirá en un cesto.
A pesar de encantarnos con la habilidad, magia y belleza de los citados delanteros, los partidos no sólo se ganan con los pies sino con la cabeza, no sólo por lo que contiene, me refiero a las ideas, sino por su estructura: cabezazos en los tiros libres y tiros de esquina. Para asegurarnos de la eficacia de estos recursos mínimos pero contundentes volvamos a ver los partidos en que la Argentina fue eliminada por los suecos en 2002, en 2006 con los alemanes y en 2010 nuevamente por estos últimos.
El equipo de Bielsa tuvo a su favor en su último partido 14 tiros de esquina, pero no muchas más situaciones de gol que los suecos, que sin tener la pelota y con sólo esperar replicaron varias veces con peligrosidad. La Selección iba e iba e iba, y se diluía. El técnico quería jugar con dos puntas abiertas desoyendo el clamor general de jugar con Batistuta y Crespo juntos. Consejo de eficacia relativa ya que dos centrodelanteros estáticos tampoco compensaban la maniobra repetida del Burrito Ortega que no desbordaba nunca, enganchaba para adentro, volvía a enganchar para afuera, y no mucho más. El Piojo López aun con el arco sin custodio le pegaba en el palo. La precisión es parte del fútbol.
Sorin, como siempre, era la sorpresa, pero sin gol. Insinuaba peligro sin concretar. Zanetti araba y desaraba siempre por la misma recta sin cosechar gran cosa. Mundial de Japón: tres partidos, dos goles, uno de penal por rebote. Los ingleses en varios tramos del segundo partido –a nosotros, los candidatos a ganar el título– nos pasearon.
En 2006, Pekerman intentó repetir el estilo que había diseñado para la Selección juvenil. Jugadores con buen pie, circulación de la pelota a ras del piso, juego asociado. En el partido con los alemanes se desplegaba con ímpetu Mascherano, a su derecha un trabajador Maxi Rodríguez que subía y bajaba, Lucho González que ponía una pausa cuando aparecía –que era poco y nada– , y Riquelme de enganche con su toque; todos ellos desconcertaban a los alemanes con la clásica pisadita de Román y Tevez, y dominaban la escena. Estaban apoyados por dos centrales bien firmes como Ayala y Heinze –impasable– y dos marcadores cumplidores como Sorin y Coloccini más Abondanzieri que siempre la entregaba al pie. Había equipo, lo que casi nunca hay en los seleccionados recientes.
Quizás el error estuvo en los cambios en el minuto 71 de Riquelme por Cambiasso, a pesar de que el diez se equivocaba en muchos pases. Si en lugar del cambio de un Crespo y de un Lucho ausentes hubiera ingresado el niño Messi en lugar del jardinero Cruz, y Cambiasso en el puesto de González –manteniendo a Román que aun cansado podía dar un pase en diagonal definitorio– la suerte podría haber variado. Argentina 2006 merecía más, no así con Bielsa ni con Maradona.
En un mundial las selecciones tienen guerreros. Se juega a cara de perro. Así eran los equipos de Bilardo. Para que Maradona en el ’86 volara como ave encantada, tenía detrás a topos que no descansaban nunca como el Checho, Enrique, Giusti, Burru. Ni un segundo de distracción, la tensión al límite los noventa minutos. No dejaban a un jugador contrario sin presionar. Movilidad continua.
Fue triste ver hace cuatro años a una Selección que por haber recibido un gol a los dos minutos bajaba los brazos, miraba el piso, y ver a los de arriba, los magos, que no volvían para luchar en la recuperación de la pelota. Parecían con ganas de despedirse antes de tiempo para volver a sus clubes europeos.
Estamos muy equivocados si creemos que con los cuatro jinetes –Messi, Di María, Agüero, Higuain– nos alcanza y sobra. No hay resultado seguro con Holanda, los alemanes, los brasileños, los españoles ni los italianos, o quién dice, ni con los colombianos; con ninguno de ellos u otros podremos evitar derrotas si no formamos un equipo que pelee cada balón y tenga un medio campo de fierro.
Es necesario aliviarle el trabajo a Fernández y Garay, para no hablar de la fragilidad de los marcadores de punta. Mascherano ya no es el de 2006, y Gago está en una sola pierna.
Para muchos la necesidad de armar un esquema 4-4-2 obliga a cambiar el sueño argentino de ver a sus ídolos en la cancha. Pero un equipo no se hace con ídolos sino con una red solidaria.
Nosotros no tenemos por tradición un único modo de jugar, un estilo colectivo, aunque sí tenemos habilidades destacadas: la gambeta y esconderla bajo la suela. Talento en los pies, pero un equipo son once jugadores coordinados.
Sabella probó a decenas de jugadores sin alterar al equipo titular: Romero, Zabaleta, Fernández, Garay-Rojo (o Campagnaro), Gago (o Biglia), Mascherano, Di María, Higuain, Messi, Agüero.
Gago y Mascherano deberán multiplicarse por cien para que los de arriba tengan juego y los de abajo no sucumban. Di María no puede recorrer tres cuartos de cancha salvo que lo haga por no más de media hora. De todos modos hay un progreso respecto del último mundial en el que todo el juego dependía de la creatividad en los últimos treinta metros, dejando a la buena de Dios los otros setenta.
No tenemos un enganche. Ni un Riquelme, ni Verón, y menos a Zidane. No tenemos marcadores laterales que definan como los de Brasil. No tenemos una línea de juego como la inspirada por el Barça en el que todos se juntan y tocan de primera. No picamos al vacío con la potencia de los alemanes. La nuestra es la gambeta irrefrenable de un Messi, la viveza y el oportunismo de Agüero, la precisión de Higuain y la velocidad y habilidad de Di María. Repito que no alcanza.
Ni Redondo, ni Caniggia, ni Orteguita, ni Batistuta, impidieron que entre búlgaros y rumanos nos hicieran cinco goles en el ’94, ni es necesario remontarse al ’78 para recordar a la columna Fillol-Passarella-Kempes con los fuelles de Gallego y Ardiles, más la disciplina de Pizzarotti durante una concentración de meses para comprobar que aquel equipo era bastante más que tiki tiki.
Ya es historia aquella brillante Selección de Basile en el ’91 con dos contenedores como Astrada y Zapata, más el Cholo y Leo Rodríguez y los dos muchachitos que volaban: el Bati y el Pájaro. El Coco olvidó ese equilibrio y nos golearon más de una vez.
Un equipo de once sin fisuras y con un poder temible se hace con el brillo de algunos y la entrega de todos. Es nuestra esperanza llegar a tenerlo, a pesar de las voces que dicen que la Era de las Selecciones ya murió, que los jugadores son millonarios prematuros absortos por tuits, la PlayStation y el mp3, que los nuestros ya viven desde la adolescencia en otros países, que sólo vuelven para jubilarse, y que la realidad actual del fútbol se compone de sociedades anónimas que cotizan en Bolsa en manos de potentados árabes, rusos, malayos y los que vengan.
Nuestra Selección sólo es nacional por el origen de sus jugadores. Nada tiene que ver con nuestro fútbol de los domingos. Pero viste nuestra camiseta y los que la integran hablan argentino y hasta hay algunos que conservan la tradición del potrero. No dejan de encarnar nuestro sueño patriótico y la misma utopía identitaria que tienen todos los
sudamericanos, cada cual la suya. Por eso nosotros, los aficionados, soñamos con ser asesores de Sabella, o periodistas deportivos con opiniones de peso. Pretendemos saber de fútbol como el que más y convertirnos en directores técnicos de cada fin de semana. Pocos somos quienes calificamos para tal misión. No hay mejor prueba de lo dicho que esta columna.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario PERFIL.