La impunidad que rodea al fútbol argentino y las repercusiones que podría traer la propuesta de Macri para que los clubes pasen a manos privadas.
Gonzalo Bonadeo
Curioso, encantador, inestable y arbitrario. Así es el oficio de los que usamos y abusamos de la palabra.
Puestos a detectar matices, es probable que lleguemos a la conclusión de que hay tantas formas de ejecutar el oficio como periodistas hay en el planeta. Como la ética, como los principios, como los escrúpulos. En el mundo laboral en el que habito desde hace 35 años, cada uno hace lo que se le antoja. No es culpa nuestra que ejerzamos una profesión no colegiada y que para ser considerado formalmente periodista alcance con hacer 24 aportes jubilatorios durante dos años. En términos burocráticos, hubieran valido lo mismo las maravillosas crónicas de Tomás Eloy Martínez que una columna sobre cortes de pelo escrita por Giordano, de haber sido posible esto último.
Entre quienes nos movemos en los ambientes de gente sudorosa, pantalones cortos, pelotas, botines y garrochas, la búsqueda de la originalidad a partir del uso de un lugar común suele ser una tentación irresistible. Probablemente hayan sido algunos relatores de fútbol los máximos exponentes al respecto: así ha sido desde los días de Sojit, Curcu y Muñoz, hasta estos tiempos en los que no faltan imitadores de un mal imitador de un mal narrador. No es poca cosa encontrar en los archivos señores que para sobredimensionar la calidad de un gol hablaban de una pelota que “infló la red”. Usted sabe. Pocas cosas más difíciles que inflar una red.
La historia audiovisual está repleta de frases entrañables hoy reemplazadas por delicias del estilo de “la cancha de arriba”, “luces altas” (¿?) o “el techo del arco”.
En línea con nuestros compañeros del relato, quienes hacemos otras cosas delante de micrófonos y cámaras acompañamos convirtiendo en certezas del juego asuntos que apenas alcanzan el nivel de presunción. Estoy convencido de que la enorme mayoría de los conceptos que tiramos al aire durante una transmisión está mucho más cerca de lo que nos parece que de lo que realmente sucede.
“A veces, cuando estoy lesionado, miro partidos de los Spurs y escucho a los comentaristas asegurar que el equipo intentó hacer tal o cual cosa cuando, en realidad, ¡¡¡ni siquiera salió lo que pidió Popovich!!!”, aseguró Manu Ginóbili durante una entrevista que nos regaló hace un mes para TyC Sports. Que lo diga el bahiense es la mejor coartada al respecto.
Los comentaristas tampoco nos privamos de esos términos peculiares que creemos nos hacen distinguidos cuando, en realidad, dejan desnuda nuestra ordinariez. Hablamos de los once jugadores que “están en cancha”, de una defensa abigarrada –multicolor o de característica diversa, nada que ver la idea de nutrida que pretendemos expresar– y nos fascina hablar de superclásico como síntesis universal de esos bodrios que, en sus siete últimas ediciones oficiales, aportaron menos goles convertidos que escándalos, patadas y polémicas.
Creo noble adjudicarnos a los hombres de medios una buena parte de la responsabilidad del fútbol que vendemos a valor de oro y no pasa de la bisutería más ordinaria. Claramente, no somos nosotros los principales culpables. Pero alimentamos el monstruo de la ignorancia de un modo exponencial. Además, hacerse cargo de lo de uno antes de hablar del resto me libera de culpas.
Es probable que tanta impunidad tenga que ver con esa verdad irrefutable que habla de que, en la Argentina, para cualquier cosa menos el fútbol. En 2001, la Argentina podía no tener presidente. Pero de ningún modo se podía impedir que, en medio del desastre, la Academia ganara el campeonato. De paso cañazo, el arbitraje de Brazenas pasó de largo. Así, en aquella frágil y desquiciada democracia como en la dictadura más sangrienta.
El 24 de marzo de 1976, no sólo estaba paralizada la enorme mayoría de las actividades, sino que lo único que salía al aire por radio y televisión eran marchas militares y las proclamas de los golpistas. Poco antes del mediodía de esa jornada tan llena de implicancias para la memoria colectiva –aun para la de aquellos que no la han vivido–, Canal 7, el único canal que siempre estuvo bajo el control del Estado, transmitió en vivo el partido que la Argentina le ganó a Polonia por 2 a 1 en Chorzow.
El relato estuvo a cargo de Fernando Niembro, único enviado especial del canal a esa gira que comenzó en Kiev y terminó en Sevilla, cuya decisión de transmitir el partido gracias a la sugerencia de Enrique Macaya Márquez y pese a su negativa inicial –Paulino, padre de Fernando, fue un cuadro histórico del peronismo sindical– ya formó parte de alguna vieja columna relativa justamente a los recuerdos que fluyen cada vez que los argentinos entramos en la última semana de marzo. Por cierto, la vida de quienes tenemos algo de persona pública está llena de episodios mucho más valiosos en cantidad y en calidad que aquello que explota de movida cuando googlean nuestros nombres. Ojo que esa práctica –escribir el nombre de uno en un buscador de internet– no deja de ser un interesante ejercicio antropológico. Especialmente cuando se tiene a mano la posibilidad de debatir con quien instaló la infamia sin tener ni puta idea sobre la vida de uno.
Creo que el establishment del fútbol argentino, si realmente existiese como algo orgánico y no como simples arrebatos guturales, se aprovecha impúdicamente de esta lógica. Sólo saber que se tiene el poder sobre un producto que debe ser el último en desaparecer de las góndolas habilita a semejante descalabro.
Aunque el asunto haya vuelto a estar entre los principales títulos de los portales de mayor circulación, no tiene demasiado sentido volver sobre aquello que ya se expresó aquí mismo hace una semana. Me refiero al pedido del presidente Macri de que los clubes puedan elegir quedar en manos privadas. O no.
Ya habrá tiempo para profundizar sobre las disquisiciones filosóficas, emotivas, deportivas, comerciales y sociales que dispara el asunto. Entiendo, eso sí, que vale la pena que quienes están con la servilleta al cuello a la espera de poder clavar tenedor y cuchillo también registren la otra parte del anuncio: que el asunto de los barras bravas no da para más.
Es probable que varios de ustedes reclamen memoria en el Presidente, bajo cuyo largo mandato boquense los violentos no dejaron de manejar asuntos de diversa índole, desde los de la tribuna hasta algunos de vestuario. Quizá valga la pena pensar en la posibilidad de que los errores y las omisiones del pasado queden a mano con decisiones de cambio profundo a futuro.
En definitiva, lo que podamos endilgarle a Macri –y a quienes lo sucedieron, que formaron parte de la agrupación original que ganó en 1995– no es distinto a lo que le cabe a cualquier dirigente de cualquier otro equipo de fútbol profesional. Y no tan profesional: hasta en esas ligas en las que el que juega labura más horas que las que se entrena, los barras se mueven como patrones de estancia. Sospecho que coincidiremos en que, así como hay mucho dirigente impresentable, también los hay valiosos. Y en lo único en lo que todos coinciden es en tener a los barras metidos en los clubes.
Luego, habrá infinidad de temas por discutir. Sólo para empezar, estamos hablando de abrir la puerta a un cambio estructural del negocio. De un negocio que aún tiene demasiadas aristas demasiado básicas por resolver.
Desde las deudas gigantescas que se contraen en nombre de un sello de goma hasta la irresponsabilidad de quienes permiten que ya llevemos nueve entrenadores despedidos en menos de tres meses de temporada.
Para terminar en el formato de un torneo indescifrable, injustificado, ridículo, que dañó a la Primera División, porque le sumó diez equipos que jamás podrían elevar el nivel de la competencia, y dañó al Ascenso, porque le restó los diez equipos, presumiblemente, más poderosos.
Son torneos que, nunca hay que dejar de recordarlo, legitimó la dirigencia que, en su enorme mayoría, es la que maneja actualmente los clubes. La misma que no logró evitar que 75 electores emitieran 76 votos. La misma que, por qué no, podría tener entre sus principales exponentes a más de un futuro dueño de equipo en nuestro fútbol privatizado.