De orígenes humildes, forjó su amor por el fútbol y lo trasladó al campo de juego. Cambió la filosofía del Barcelona y revolucionó Holanda.
Alejandro Fabbri
Difícilmente se pueda encontrar una trayectoria como la de Johan Cruyff, fallecido un mes antes de cumplir 69 años, víctima de su adicción al cigarrillo y su consecuencia en un penoso cáncer de pulmón. Familia humilde en un costado de Amsterdam, familia verdulera y un precoz amor por la pelota de fútbol. A los diez años se vinculó al club más cercano, el Ajax. No se iría más hasta que lo tentó el Barcelona español.
Una trayectoria súper exitosa como jugador, pero después el desarrollo del talento que estaba en su cabeza. La inteligencia para adaptarse al puesto de entrenador y desatar una revolución con todo lo que había aprendido. De paso, mostró su rebeldía y su vocación de hacer lo que mejor le parecía: cuando Ajax estaba a punto de negociarlo al Real Madrid, el bueno de Johan firmó para Barcelona.
Pero volvamos al comienzo. El fichaje en Ajax se lo debió a la insistencia de su madre, empleada de limpieza del club. Alto y flaco, impresionó por sus zancadas y su particular manejo de la pelota, Huérfano de padre a los 12 años, tuvo que abandonar la escuela y colaborar con la familia, mientras iba creciendo en estatura, kilos y conocimiento futbolístico. Con esfuerzo, un trabajo estricto para mejorar su endeblez natural, el joven Cruyff debutó en la primera del Ajax, en noviembre de 1964, ante Groningen.
Allí empezó la historia real. Meses después, Alfredo Di Stéfano –el ídolo del pibe Cruyff- abandonaría la práctica del fútbol. Sin embargo, nacería un formidable jugador que, conducido desde la banca técnica por el innovador Rinus Michels, llevaría al Ajax a la cima del fútbol europeo. Seis campeonatos ganados entre 1966 y 1972, tres copas de Europa, una Supercopa y una Intercontinental conseguida ante Independiente, fueron su tarjeta de logros con su cuadro rojo y blanco. Su madre lo llamaba Jopie, pero lo apodaron “El flaco”, “el holandés volador”, “tulipán de oro”, “el filósofo” o simplemente Johan, como lo hacían sus compañeros y vecinos.
En las imágenes y en la memoria de muchísimos futboleros quedarán más cerca del corazón y del entendimiento las jugadas y el estilo ofensivo, indescifrable para los rivales, novedoso para los periodistas y cautivante para los hinchas de cualquier equipo. El llamado “fútbol total” fue una verdadera revolución y desde Ajax se trasladó a la selección de Holanda que reapareció internacionalmente tras un ostracismo de décadas.
Aquella Holanda inició su camino con Cruyff y rápidamente demostró que jugaba a otra cosa. Se quedó en el borde de la clasificación para el mundial de 1970, pero llegó con comodidad a la Copa de 1974 en Alemania, cuando ya asombraba con su estilo y con Cruyff como estandarte vapuleó al combinado argentino por 4-1 días antes del inicio.
Único caso en la historia: la Holanda de Cruyff (y de Michels, de Van Hanegem, de Kroll, de Rensenbrink y Rep) quedó en el recuerdo como si hubiese ganado la Copa del Mundo de 1974, pero perdió la final con Alemania. Se multiplicaron las camisetas naranjas por todo el mundo y la admiración se mantuvo hasta que jugó y perdió la final con Argentina en 1978.
Cruyff no vino a nuestro país –hace un par de años desmintió que lo hubiera hecho por repudio a la dictadura militar explicando que tuvo un problema familiar- y para ese tiempo ya era un astro de fama mundial. Ídolo absoluto en su país y también en Cataluña, su segunda patria. Su paso por Barcelona fue contundente y exitoso: un torneo de Liga entre 1973 y 1978, pero una calidad excepcional que mantuvo inalterable.
Elegido como mejor jugador de Europa en tres ocasiones y máxima figura del mundial de Alemania en 1974, sus últimos pasos como jugador pasaron por la embrionaria liga de los Estados Unidos, el modesto Levante valenciano y su viejo club, Ajax de Amsterdam.
Como no podía ser de otra manera arrancó en su casa su trabajo de entrenador. Cuando llegó al Barcelona inició su titánica tarea o en todo caso, continuó lo que había empezado como jugador, al cambiarle el ánimo al público culé, resignado a ser segundón del Real Madrid. Cruyff lo hizo y logró subir los peldaños del mejor fútbol posible y pelear hasta el último momento al poderoso cuadro merengue, el favorito de tantos años.
Hizo lo que ni Maradona ni Menotti habían podido lograr, pero encima con mucha más contundencia. Insufló un estilo, armó a un grupo de jugadores con elementos teóricos y les dio una confianza ilimitada. Los azuzaba cuando no pateaban al arco, los obligaba a arriesgar y a mantener la presión en campo contrario. Encontró en Ryjkaard y en Guardiola después, a dos lugartenientes impresionantes. Y marcó una nueva era.
Fue emblema de aquel Barcelona y el arquitecto de un estilo que hoy reconoce discípulos e imitadores menos afortunados en todo el mundo. Logró lo que nadie, aunque Guardiola lo haya perfeccionado y La Masía (la escuelita de formación del Barsa) lo avalen intensamente. Cruyff lo hizo. Dentro y fuera de la cancha.
Por todo eso quedó en la historia grande. Muy grande. Casi casi por encima de todos. Aunque con la famosa “naranja mecánica” no haya ganado lo más querido y lo más valioso. No solo de títulos vivió el hombre. Maestro. Crack y crack. Inimitable.