El septuagenario cuarteto británico no defraudó al público y, en sus primeros dos recitales en el Estadio Ciudad de La Plata, emocionó a unos setenta mil fanáticos de todas las edades. Hoy se despiden del público argentino.
The Rolling Stones. Todos. Los cuatro. Ahí, en La Plata. A metros. Las nueve de la noche, pantallas dignas de un Superbowl y 53 mil argentinos (en todas sus variantes fan: visitante, fundamentalista, robainstantes, curioso, fan y megafan).
Desde hace rato Argentina sabe qué es espiar a los Stones y ser aplanado por ellos. El quinto Stone no es tanto el público argentino, sino esa sinergia y criatura que aparece cuando los de la lengua deciden demostrar en nuestro país, a los 70 años, con qué, por qué y para qué reinventaron el rock and roll hace 52 años.
Anular genéricos puede servir: tocan temas que justificarían el precio de la entrada si tan sólo tocarán uno de ellos (Gimme Shelter, Out of Control, Tumbling Dice), e impresiona la potencia que ponen en el escenario cuatro millonarios que podrían tener su propio ejército de clones.
Los Stones, ahí arriba, son los Stones. Pero ahí empieza no el problema, pero si la necesidad de desenmarañar: ahí son fiesta, son pura energía, pero también son espectáculo casi de ciencia ficción. Para muchos, estar frente a Mick Jagger, Keith Richards, Ron Wood y Charlie Watts es prácticamente frente a Sherlock Holmes, a Batman, a algo que es demasiado poderoso para ser real, que es fascinante, pero en el Estado Unico de La Plata se evidencia qué presencia permanece.
No todo es encandilador, pero ¿cómo juzgar a los mismos seres que inventaron prácticamente el rock moderno? Si Jagger y Richards prefieren estirar varios temas con insoportables solos, ¿quiénes somos nosotros para juzgarlos? Es esa distancia, Stones casi de ficción y nosotros meros humanos, la que entra en juego como en ningún otro recital. Es imposible saber si Jagger posee la fuerza de hace 50 años, pero también es imposible negar que su baile, esa institución del rock cuyas caderas no mienten, es un archivo comprimido, y enérgico, de esos 50 años.
El segundo tramo del Olé Tour, coproducido por T4F y DG, los tuvo ahí, un miércoles, tocando el tema pedido por Twitter: Angie (si algo define a un país, es su canción Stone). Jagger lanzó gentilezas: “10 años es mucho tiempo”, bromeó sobre el clásico de La Plata (“El clásico en La Plata somos nosotros”), dijo que Ron Wood era “el Loco Gatti de la guitarra”, arengó con esas manos con los dedos apuntando hacia abajo (como si lanzara un hechizo).
La gente, más un sistema nervioso que un marco de contención, quería ser notada: cuando los Stones tocan en Argentina, somos sus sobrinos y ellos nuestro tío predilecto. Se busca gritar más fuerte que nunca: que nos vean. Es una seducción torpe y preciosa, que llevó al instante más genuino de la noche: una ovación de casi 5 minutos a Keith Richards, que hizo que el guitarrista más famoso de la historia se emocionara.
¿Niños de 7 años cantando Paint It Black? ¿Hombres de 58 años emocionados con Let’s Spend The Night Together? ¿Hipsters felices por Symphaty for the Devil? La verdad es otra, una que está detrás de la pirotecnia: si tocan los Stones, no es simplemente un recital. Es algo más grande: una inmersión en por qué amamos el rock.