Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social
En las vacaciones, durante varios días visité una sala de lectura en la cual había láminas que reproducían cuadros de artistas famosos, y otros originales de algunos menos conocidos. Varias veces me detuve largos ratos ante algunas de estas obras de arte. Me atrapaban las expresiones de los rostros, las luces, las sombras, el cielo, la escena… Delante de uno en concreto, me pregunté: si nos dieran en una paleta por separado los envases de cada color, incluso con sus proporciones exactas (si eso fuera posible), ¿podría alguien distribuirlas en la tela de la misma manera? ¿Si se juntaran por tonos semejantes en rincones separados, como en una especie de rebelión, podrían volver a darnos la misma obra de arte? Para realizar lo que hicieron esos grandes (Dalí, Miguel Ángel, El Greco, Leonardo Da Vinci, Benito Quinquela Martin…) no alcanza con tener sus mismos colores y pinceles. Sin su genio sería imposible. Incluso pensaba que ninguno de ellos, por más genio que fuera, podría repetir la obra del otro.
A veces me surge observar que el desorden que provocan las injusticias e inequidades en el mundo tienen su raíz en el olvido de Dios, creador del universo. En pretender romper un orden y establecer otro en el que Dios no tiene ni siquiera una participación secundaria. El Papa nos señala en la Encíclica acerca del cuidado de la casa común, que «esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este mundo, porque «Él lo ordenó y fueron creados, Él los fijó por siempre, por los siglos, y les dio una ley que nunca pasará» (Sal 148,5b6)». (LS 68) Esto no significa que nada se pueda tocar ni cambiar. Por eso también nos dice que «a la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria», porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31)». (LS 69) Hay una certeza que es necesario reafirmar. «Para la tradición judío-cristiana, decir «creación» es más que decir naturaleza, porque tiene que ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado». (LS 76)
Esta convicción nos hace mirar al mundo entero como un regalo de Dios para todos sus hijos. Él nos ama, y quiere el bien de toda la familia humana y de todas sus creaturas. En el mismo proyecto del amor creador de Dios estamos los seres humanos y este mundo inmenso y maravilloso. El obispo San Atanasio (fallecido en el año 373) predicaba en los primeros siglos del cristianismo que «si el mundo ha sido creado y embellecido con orden, sabiduría y conocimiento, hay que admitir necesariamente que su creador y embellecedor no es otro que el Verbo de Dios». Las montañas, los océanos, los ríos, los peces, los animales, la vegetación… cada una de las creaturas grandes o pequeñas, perdurables o fugaces son expresión del acto creador de Dios. La belleza de la creación está puesta en riesgo por la anarquía de intereses del corazón humano, por el peso de la ambición, la acumulación de mucho en manos de pocos, por la voracidad consumista y la mala costumbre del desperdicio. Esa angurria por poseer que va corroyendo desde las mínimas elecciones cotidianas hasta las decisiones que afectan a millones de personas e inconmensurables espacios de tierra, agua, aire. El Papa Francisco está exhortando fervientemente a la humanidad a que escuchemos el clamor de los pobres y el clamor de la tierra. Acojamos este llamado.