Por monseñor Jorge Eduardo Lozano, obispo de Gualeguaychú y presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Social
Cuando éramos chicos, nos encontrábamos casi todas las tardes con los amigos del barrio para jugar a la pelota, después de haber hecho los deberes para la escuela. En el momento de armar los equipos, dos de nosotros ubicados frente a frente a unos 4 o 5 metros de distancia, comenzábamos a avanzar poniendo el talón del pie izquierdo pegado a los dedos del derecho y dando de a un paso a la vez, uno decía «pan», a lo cual el otro avanzaba un paso más diciendo «queso». Y nos íbamos acercando. Cuando estábamos frente a frente, ganaba el que pisaba el pie del otro. Ganar daba prioridad para elegir primero. Y así, se iban formando los dos equipos de a un jugador por vez. Y todos terminábamos siendo elegidos para el partido. Unos por buenos arqueros, defensores, delanteros, y otros simplemente para completar el equipo. Vos, tus amigos, tu familia, yo…
todos fuimos elegidos en muchos momentos de la vida, para algo circunstancial como un partido de futbol, o de vóley, o un campeonato de truco, o para cosas más estables e importantes. Somos elegidos por Dios, para ser sus hijos, miembros de su familia, por medio del bautismo. Y esta elección tiene como criterio el amor. Cuando Jesús fue bautizado por Juan en el río Jordán nos dice el Evangelio de San Lucas que «mientras oraba se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre Él en forma de Paloma y vino una voz del cielo y dijo: `Tú eres mi hijo, el amado, el predilecto’ «( Lc 3, 21-22). Cada uno de nosotros puede evocar el momento del propio bautismo y volver a escuchar en el corazón esa voz del Padre que nos dice: «Vos sos mi hijo amado». El amor de Dios por cada persona es único. No es un amor abstracto y genérico, sino particular. La iniciativa de la fe la toma Dios. Cuando una familia o una mamá pide el bautismo para su niño, debemos saber reconocer una moción del Espíritu Santo en su corazón. Además, hay otros momentos de la existencia en la cual somos elegidos.
Uno de esos es la vocación. Más allá del estado de vida de cada uno o de las diversas maneras de seguir a Jesús, todos somos discípulos misioneros suyos. San Pablo nos enseña que todos nosotros «fuimos bautizados en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Cor 12,13). La fe que recibimos como don de Dios en el bautismo nos hace familia, Iglesia. Y el Papa Francisco nos dice que «en virtud del bautismo recibido, cada miembro del pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero» (EG 120). La misión de la Iglesia es responsabilidad de todos los cristianos, no únicamente de los sacerdotes, religiosas, consagradas, consagrados. Cuando San Marcos nos relata el momento en que Jesús llamó a los apóstoles, nos dice que lo hizo «para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14). Hay un doble movimiento que forma parte de un mismo llamado, «estar con Él» comunión- y ser «enviados a predicar» misión-. Son los dos elementos constitutivos de la misma fe.
Cada uno de nosotros puede evocar el momento del propio bautismo y volver a escuchar en el corazón esa voz del Padre que nos dice: «Vos sos mi hijo amado
Hoy celebramos en la Iglesia la fiesta del bautismo de Jesús y no podemos dejar de pensar en el propio bautismo de cada uno de nosotros. Para el Maestro, el bautismo fue el comienzo de la misión. Para nosotros no debería ser distinto. Podríamos decir que ninguno fue bautizado inútilmente o de gusto. Todos tenemos un lugar importante e insustituible para ocupar. La misión de los esposos, de los papás y mamás, de los amigos, de los docentes, de los trabajadores y profesionales, los artistas, los intelectuales, los deportistas. Una misión que no es una carga pesada, sino para la alegría.