Por monseñor Jorge Eduardo Lozano
Cada 1 de enero se nos convoca a rezar en todo el mundo por uno de los bienes más anhelados en el corazón humano: «la Paz». Nos conmueven las imágenes que nos trae la televisión o el diario de miles de personas que escapan de la guerra y la persecución cruzando el mar en precarias embarcaciones. Los niños llorando de miedo, los adultos con espanto. Las aberraciones de adolescentes y aun más pequeños reclutados como soldados. La destrucción y el sinsentido. El desprecio a la vida. Francisco nos ha pedido rezar y comprometernos, y para ello ha escrito un mensaje que lleva por título «Vence la indiferencia y conquista la Paz». Porque mientras unos se conmueven a otros parece que les resbala lo que pasa. Nos dice: «Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la `globalización de la indiferencia’. (Nº 3)
Y continúa: «La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circunstante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete. Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen. Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien». (íd.) No nos tratamos como hermanos entre nosotros, ni al Planeta como la casa común de toda la humanidad. Por eso el Papa lo señala de este modo: «Además, la indiferencia con respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social.
¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?». (Nº 4) Pero no todo es sombrío. Dios puso en nuestros corazones anhelos de conversión para cambiar la indiferencia por solidaridad y compromiso. «Conscientes de la amenaza de la globalización de la indiferencia, no podemos dejar de reconocer que, en el escenario descrito anteriormente, se dan también numerosas iniciativas y acciones positivas que testimonian la compasión, la misericordia y la solidaridad de las que el hombre es capaz. Quisiera recordar algunos ejemplos de actuaciones loables, que demuestran cómo cada uno puede vencer la indiferencia si no aparta la mirada de su prójimo, y que constituyen buenas prácticas en el camino hacia una sociedad más humana. (Nº 7) Podemos ver esto reflejado en la respuesta espontánea de solidaridad frente al drama de quienes debieron dejar sus casas por las inundaciones, el querer estar al servicio de quienes sufren el hambre o están enfermos.