El caos social y policial ensombrece los festejos del Torneo y la Copa Sudamericana.
“Soy policía –dijo–. Un policía corriente y moliente. Razonablemente honesto. Todo lo honesto que cabe esperar de un hombre que vive en un mundo donde eso ya no se lleva”
Raymond Chandler (1888-1959); de ‘The big sleep’, 30 (1939)
Jean Pierre Robert, el enviado de la revista francesa VSD, estaba furioso. Levantaba la voz, exigía hablar con su embajador en Afganistán, repetía que lo que hacían con nosotros era un atropello intolerable, un ataque a la libertad de prensa, que los iba a denunciar internacionalmente, que ya verían. Yo, un veinteañero que en cinco años pasé del secundario a cubrir guerras para Gente, que había llegado a Kabul colado en un colectivo de línea desde el Paso de Khyber y tenía al embajador argentino más cercano en Irán, lo codeaba con disimulo para que se callara. Mientras tanto, me hacía el simpático con el soldado mongol que, sentado, nos vigilaba y comía su enésima mandarina con el fusil apoyado en las rodillas, indiferente, esperando cualquier orden, lo mismo un tiro –fantaseaba–, que dejarnos ir.
Probé con la palabra mágica: “Maradona”, la llave que en esos tiempos abría cualquier puerta. Nada. Hacía horas que estábamos detenidos en una base del Ejército Rojo recién llegado a Kabul y ya no sentía la misma euforia que me invadió cuando sentí que nuestro plan había funcionado: Ricardo Alfieri, con su enorme tele, lo fotografiaba todo desde una loma, mientras los guardias nos apuntaban. En ese instante, alcanzando las más altas cumbres del narcisismo, pensé: “¡Wow, si me matan voy a salir en la tapa de los diarios!”. Y bueh; era muy joven y necesitaba la gloria, supongo.
–¡Pará gordo, no le grités más que éste nos liquida…! –dije, con un hilo de voz. Jean Pierre me miró con piedad perdonavidas y respondió algo que, de verdad, dolió.
–Bah. Ustedes los argentinos ven un uniforme y se mueren de miedo.
Molesto, decidí huir hacia adelante. “¿Ah sí? ¿Por qué no te venís a Buenos Aires y le gritás a uno con uniforme? ¡Dale, vas a ver qué divertido que es!”. Silencio tenso. Rato después, llegó alguien importante, del partido o la KGB. Y allí, por primera vez en mi vida, vi cómo alguien de civil podía maltratar a uno con uniforme. La mandarina del mongol quedó en el suelo, a medio comer. En un inglés perfecto nos hizo un par de advertencias y nos liberó. Así de fácil.
Crecí temiéndole a la gente con uniforme. En la cancha, escapaba de la feroz montada, bautizada irónicamente “Los Sánguches”: caballo- silla-caballo. “Palo de abollar ideologías”, llamaba la Mafalda de Quino al bastón de goma reglamentario. Muy atrás en la historia había quedado la romántica novela del incorruptible comisario Evaristo Meneses, El Pardo, nuestro Edward G. Robinson, el terror de los ladrones con códigos como Jorge Villarino, El Rey de la Fuga; tipos duros que despreciaban, por amateurs, a quienes usaban la violencia. El lavado de cerebro de la Doctrina de la Seguridad Nacional, el Proceso, la amoralidad, la corrupción estructural, transformaron la Fuerza en otra cosa. Algo viscoso, siniestro, incontrolable.
Si alguien quería saber cómo el fenómeno barrabrava creció hasta hacerse incontrolable, esta insólita paritaria nacional de policías, fierros en mano, que de manera sincronizada iniciaron sus protestas mientras se liberaban zonas para darle luz verde a los saqueos, ha sido involuntariamente didáctica. La sintonía entre policías y barras surge, natural. Brutales, protegidos por el poder, no hay más que escucharlos. Afinan igual. ¿Generalizo? ¿Es que no hay policías buenos? Los hay, por supuesto, son muchos y es injusto que estén mal pagos. Jóvenes suboficiales que egresan con el delito como enemigo, no como potencial socio; oficiales honestos, sitiados por un sistema perverso que recauda millones y pacta con narcos, bandas o chorros menores, según el rango.
También existen fanáticos con pocas luces que, cegados por la pasión y el estúpido folklore, son usados por los barras. El jueves, por si hacía falta, la hinchada de Boca “festejó” su día con otro descomunal y previsible escándalo frente al obelisco. Nadie los paró. Detenidos, policías heridos. Unos y otros, carne de cañón.
Ya lo sé: hoy hay dos finalísimas que pueden consagrar un campeón y yo hablando de barras y policías, ¿no? Es que la semana pasada opiné sobre los candidatos y, sobre todo, de estos torneítos de 19 fechas, ese monumento a lo fugaz, a lo aleatorio. Felicito al Lanús de Guillermo por su brillante Copa Sudamericana; y al que gane el Inicial, sea Vélez, San Lorenzo, Newell’s o Lanús. Pero, confieso, no consigo concentrarme en el fútbol cuando el país muestra su rostro más salvaje. Lo viví en diciembre de 2001, cuando junté lo que me quedaba y huí a Madrid, sin conmoverme por algo que esperé durante largos años: ver a Racing campeón.
No puedo sumarme a ningún festejo si una vez más soy testigo de un caos desmesurado, absurdo en su crueldad; fiel exponente de una época donde las ideas son líquidas y se adaptan, sin pudor, a la forma de su nuevo recipiente. Más que una furia interna, me gana el desconsuelo.
Elegí no ir al acto por los 30 años de democracia, pero creo que hicieron bien en no suspenderlo, más allá de algún exceso y ciertos invitados incómodos. Era peor darle mayor entidad a quienes sostuvieron el desastre –más allá de las culpas políticas– y a las ratas que, como siempre, aprovechan la confusión para asomar sus cabecitas por sobre las alcantarillas. Y para nada hablo de los excluidos sin destino, marginales con la cabeza quemada por la droga o el alcohol, que no necesitan llevarse comida en lugar de un LCD para demostrar su desesperación, su odio profundo por sentirse afuera de todo.
Entonces, muchachos, no me pidan que celebre, que cante, salte, haga la ronda redonda o sienta una alegría que no tengo. Mil perdones.
Hoy, digamos, estoy para los blues.