Si hablamos de uvas y viñedos, Entre Ríos es una de las provincias argentinas con más historia. Iniciada en las lides vitivinícolas a mediados del siglo XIX, hacia 1928 era la cuarta región productora del país: contaba con más de cien bodegas de distinto porte y unas 2.500 hectáreas destinadas al cultivo.
Todo iba viento en popa hasta que, en parte a raíz de la crisis del 30, que llevó a una violenta caída en el consumo de vinos, el presidente Agustín P. Justo sancionó en 1935 una ley –la 12.137– que perjudicó a los viñateros entrerrianos en favor de los cuyanos. ¿La razón? Los suelos litoraleños eran más ricos para cultivos diversos que los agrestes faldeos al pie de los Andes.
La prohibición de sembrar uva para vinificar se levantó casi 60 años más tarde, en 1993, con una nueva ley impulsada por el senador Augusto Alasino. Desde entonces la producción no sólo ha crecido sino que se ha diversificado para honrar como bien merece la ya centenaria tradición del vino entrerriano.
Un regalo de Urquiza
La cultura del vino llegó a Entre Ríos a fines de los años 1850, con una tanda de colonos habituados a fabricar su propio elixir báquico –suizos del cantón de Valais, franceses de la Alta Saboya, italianos del Piamonte– que concentraron su actividad en Concordia, Federación y Colonia San José (por entonces pueblos incipientes) y también en Paraná y Concepción del Uruguay.
El general Urquiza, que tenía unas veinte cepas a modo de experimentación en su Palacio San José, fue quien les cedió a esos primeros colonos los así llamados sarmientos de Filadelfia, una variedad de origen francés muy cultivada en los Estados Unidos que se daba bien en la zona. A esos viñedos pioneros se sumaron luego otras cepas, traídas por otros inmigrantes desde su Europa natal, entre ellas una “bastante rara y codiciada”: la hoy popular Tannat.
La preferida de Luis XVI
En su libro «Una visita a las colonias de la República Argentina» (publicado en Buenos Aires por la imprenta Tribuna Nacional en 1889 y escrito en castellano), el agrónomo e historiador francés Alexis Peyret, también conocido como Alejo Peyret, barrunta que los sarmientos que introdujeron en tierras entrerrianas la cepa Tannat “descendían” de las parras predilectas de Luis XVI, el último rey de Francia. Parece ser que el monarca tenía debilidad por las uvas de Madiran y había prohibido expresamente a sus servidores robar gajos de esas plantas. Pero un mayordomo habría desobedecido la orden y entregado 14 sarmientos entreverados con los restos de la poda a un tal Jáuregui, que ni lerdo ni perezoso los plantó en la localidad de Iroléguy (Irulegui, en euskera) – “el viñedo más pequeño de Francia y el más grande del País Vasco”– en los Pirineos.
La repentina profusión de la atesorada uva encendió las alarmas en la corte y el mayordomo desobediente fue sentenciado a 14 años de prisión, uno por cada sarmiento hurtado, pena que no llegó a cumplir porque “lo salvó” la Revolución Francesa. El nieto de Jáuregui, apodado “Lorda”, habría introducido la cepa en Concordia casi 80 años después, en 1861. Y otro vasco francés residente en Uruguay, Pascual Harriague (o Arriaga), habría conseguido que Juan Jáuregui le regalara (o le vendiera) 16 sarmientos de esa “uva diferente”, que luego plantó con éxito en Salto, donde realizó su primera vendimia en 1876.
Una cepa que llegó de contrabando
Otra versión, quizás la más transmitida de boca en boca, afirma que el vasco Juan “Lorda” Jáuregui llegó a Entre Ríos hacia 1840, se alistó y peleó en el ejército de Urquiza, luego se radicó en Concordia en tierras que le fueron adjudicadas y en algún momento trajo consigo, envueltas en sus ropas y escondidas en el fondo de un baúl, “nueve estacas” de una parra que le había regalado su hermano, capataz de un viñedo en los Pirineos. Y así fue como la cepa llegó a América.
Cabe especular que Jáuregui de algún modo se las habrá ingeniado para traer los sarmientos en plantines y no encerrados adentro de un baúl, pero lo cierto es que “la uva viajera” comenzó a crecer y multiplicarse en los ondulados campos concordienses en la década de 1860. Mientras tanto, del otro lado del río Uruguay, otro vasco arribado a tierras charrúas en 1838 también se dedicaba a los viñedos, aunque sin mayor éxito. De acuerdo con esta versión, Jáuregui conoció a su compatriota circa 1872 y le obsequió las “famosas 14 varas” que prosperaron en un campo de 200 hectáreas. Por eso la variedad Tannat también se conoce bajo los nombres de Lorda y Harriague.
Los Robinson
En pleno furor vitivinícola, más exactamente en 1890, los hermanos Alberto y Horacio Robinson fundaron la bodega homónima en Villa Zorraquín: un establecimiento que supo tener más de 500 hectáreas y pronto se convirtió en líder de la región. Las cuadrillas trabajaban de sol a sombra: cavaban hoyos alargados, del ancho de la azada, donde colocaban los sarmientos “acostados”, muchas veces de a dos por hoyo, para asegurarse de que prendieran; se ocupaban del riego y de la vendimia, del pisado de la uva, de su estacionamiento en las ánforas y pipones.
Para entonces Entre Ríos cultivaba más cepas que Mendoza y San Juan, y Concordia era el tercer puerto de mayor movimiento en el país. Las bodegas locales –115 en total, entre grandes, medianas y chicas– elaboraban hasta mil cascos de vino común de doscientos litros cada uno. La Robinson era la más poderosa: contaba con 29 cubas hechas de algarrobo, de cinco mil litros cada una, y ocho ánforas de material revestidas interiormente con cerámica vitrificada para estacionar los vinos. Además del vino de mesa, producía blancos y rosados y grappa. Y los porteños hacían cola para comprar su exclusivo vino “de postre” en las tiendas Harrod’s y Gath & Chaves.
Bodega recuperada
Hace 30 años, Emilio Negri compró la abandonada y saqueada Bodega Robinson y la fue restaurando poco a poco, con ayuda de su hijo Agustín, respetando lo que había quedado (la inconmovible estructura original, las ánforas y las cubas) e incorporando cosas que fue comprando sin saber qué destino les daría. “En realidad, pese a la prohibición, la Robinson siguió funcionando hasta 1950 con los hermanos a la cabeza”, comenta Emilio. “De modo clandestino, claro. Tenían un herrero que sacaba los precintos y la gente trabajaba toda la noche».
El herrero dormía en la bodega y a la mañana temprano volvía a precintar y esparcía cenizas sobre las máquinas para que pareciera que tenían polvo y telarañas por la falta de uso”. Era imprescindible tomar recaudos, porque los inspectores municipales, en sus recorridas, destruían alambiques y toneles para impedir la producción y derramaban todo el vino que encontraban a su paso. “Yo mismo los he visto de chico”, agrega Emilio con pena. “Por eso, cuando viajé a Europa y vi cómo cuidan allá cada cosa que tienen, por pequeña que sea, me di cuenta de que acá no valorábamos nada. Y ahí empecé a comprar lotes enteros en remates. Por ejemplo, las vigas con que arreglamos los techos eran de un aserradero, y las cabreadas vinieron de los viejos galpones del ferrocarril”.
La restauración de la Bodega Robinson se realizó con materiales de la época o similares, y uno de los grandes orgullos de los Negri es la imponente puerta de timbó, madera originaria del litoral, enmarcada con hierro y remaches y coronada por un timbre de más de cien años similar al que se utilizaba para alertar a los incautos en el cruce de vías del ferrocarril.
Agustín nos acompaña en la visita guiada, que comienza por los espacios donde se recibía la vid, el sector de pisado, el área de crianza donde se hacía la guarda del vino, oscura y con gruesas paredes de piedra, con una temperatura diferente a la del resto del edificio por estar semienterrada. Una araña de curioso diseño, cuasi monumental, preside el espacio. “Es artesanal y está hecha con materiales de principios del siglo XX. Combina poleas planas de hierro revestidas en pinotea, vidrios templados, tulipas enlozadas y cadenas”, explica Agustín. “Ahora estamos armando un museo en una de las cavas de la bodega”, se entusiasma. Y nos enseña dos de sus tesoros: una prensa de madera vertical, una moledora despalilladora a rodillos.
La Robinson continúa siendo tan majestuosa como habrá sido (imaginamos) en su apogeo. Y hay algo de magia y misterio cuando uno oye resonar el eco de sus pasos en los inmensos espacios vacíos donde alguna vez trabajaron tantas personas y hubo tantos aromas y sonidos. El recorrido, que cuenta con acceso para personas con capacidades diferentes, concluye con una degustación de vinos de viñedos locales (hay más de 50 en la actualidad), acompañado por una abundante y deliciosa picada. A veces, algún productor se hace presente y comparte su historia. Que casi siempre viene de lejos.
Otro plan de los Negri, a futuro no muy lejano, es organizar caminatas por las ocho hectáreas de selva en galería que enmarcan la bodega, donde pueden verse aves, y es habitual cruzarse con los escurridizos virachos, los “bambis” de la zona.
Bodega Robinson. Gualeguay 4500 – Villa Zorraquín. A 10 km del centro de Concordia. T: +549 345 411-2842 . @bodega.robinson bodega.robinson@gmail.com Recorrido por las instalaciones de la bodega: $350 por persona (sin degustación), $650 por persona (con degustación). Todos los sábados a las 10.30, con reserva previa.
Por Teresa Arijón para La Nación.