La bizarra ecuación en los estadios del fútbol argentino. Pese a los controles, la guerra de barras sigue fuera de las canchas. Las diferencias con Brasil.
Un grupo de amigos buscando cancha libre para reservar. Un padre comprándole la primera camiseta al hijo. El bar de la esquina repitiendo los goles del clásico; sus parroquianos taxistas polemizando si en el del empate el delantero estaba o no adelantado. Mientras se lee esta nota, en cualquier punto de la Argentina cualquiera de estas postales está teniendo lugar. Y es que la pasión multitudinal es grande. Como una casa. O más: grande como una fábrica. Una fábrica capaz de asegurar con holgura, cual ejército de reserva, audiencias, consumidores, tribunas de hinchas y canteras de futuras promesas para rato. Cautivo o potencial, sinónimo de dinero seguro circulando.
Representantes, comerciantes de indumentaria deportiva, canales temáticos, organizadores de torneos, licenciatarios de merchandising, intermediarios, sponsors, cuidacoches y concesionarios de puestos de comida en los estadios: salvando las distancias, en uno u otro nivel todos, en su escala y a su manera, llevan para su molino lo que la pasión inagotable genera. ¿Por qué no iban a hacerlo las barras?
Monstruo de mil cabezas. Una barra es un nodo. O mejor, una interfaz. Una interfaz entre la gestión de la mística de una hinchada y la gestión empresarial de una unidad de negocios diversificados; la oferta de servicios al mejor postor y la protección fiel de banderas y socios del club cuando se va de visitante; la sanción contra el pungueo en la popular y la comisión de delito organizado; entre el asociacionismo festivo y la asociación ilícita. Oportunismo mercantil y lealtad, mercenarismo y sentimiento, racionalidad fraterna y racionalidad mafiosa, fuerza de choque y fuerza de autocuidados, soporte de identificaciones admirativas y de rechazos por parte del resto de los simpatizantes: lejos de la imagen simplista de una horda, en la complejidad de esos cruces se constituye hoy una barra.
Pero, sobre todo, la barra es el garante del normal desarrollo del espectáculo. Es el Estado en la cancha: acalla la manifestación de disidencias contra dirigentes o jugadores que puedan caldear los ánimos; allana el trabajo del árbitro y la policía haciendo bajar a los hinchas del alambrado; trata de mantener a raya la constante provocación siempre a punto de estallar que se da entre éstos y los uniformados. El desborde no es negocio. A menos que no se hayan hecho los arreglos correspondientes, claro. En ese caso, zona liberada. Y así, otra interfaz barril: entre poder de policía y poder de Estado.
Números que no cierran. Año 1939, partido entre Lanús y Boca, popular de la visita: en un episodio que continúa impune, un balazo policial calibre 38 pone fin a la vida de Oscar Munitoli. Año 2013, Estudiantes-Lanús, acceso a la visitante: un efectivo ejecuta a Javier Jerez. Primera y –hasta el cierre de esta edición– última muerte por represión policial en el fútbol argentino. Como la de Adrián Scaserra en 1984, o la de Ramón Aramayo en 2011, entre otras de ese 21% que, según el sociólogo especialista en temas de seguridad deportiva Santiago Uliana, si se toma el período 1922-2012, tiene a la policía, a cargo de la organización y el control en los estadios, como responsable directo. Tras el asesinato de Jerez, el Ministerio de Seguridad reacciona de inmediato y decide ponerle por fin un corte a la situación: desde la fecha siguiente, los encuentros de Primera División se disputan solamente con público local.
Ahora bien, ¿por qué en este nuevo contexto, sin la –inflada– hipótesis de conflicto que durante décadas supuso para la concepción securitaria el encuentro entre alteridades futbolísticas, la cantidad de efectivos se mantiene constante, cuando no se ve directamente incrementada? Tomemos dos ejemplos paradigmáticos: en noviembre de 2010, River recibía a Boca y mil policías quedaban afectados al operativo. Tres años después, en el último River-Boca, jugado en septiembre, aunque ya sin parcialidad xeneize, los efectivos acordados en concepto de seguridad seguían siendo un millar. El panorama cierra aun menos si viajamos hasta Rosario. El Central-Newell’s de abril de 2010 se disputó bajo la atenta mirada de 1.200 uniformados. En el reciente de octubre, con público exclusivamente canalla, el número trepó a 2.200.
Entre facciones internas. La muerte de Gonzalo Acro, borracho del tablón, un martes a la noche a la salida de un gimnasio de Villa Urquiza. Los dos muertos que dejó como saldo la balacera del enfrentamiento entre sectores de La 12 en el Bajo Flores camino a un amistoso contra San Lorenzo. Lorena Morini, la hincha de Independiente fallecida en medio de un tiroteo entre barras del rojo el martes 8 de octubre en una barriada de Avellaneda.
Hechos de sonado impacto mediático que el lector recordará. No son los únicos. Ni mucho menos. Sus denominadores comunes, tres: se registran en curva ascendente desde 2005 (ver gráfico); ocurren entre pares para dirimir la apropiación de lo que la pasión genera; y trascienden, hablando de tiempo-espacio, la coordenada exclusivamente configurada por el partido de fútbol y el estadio (ver gráfico). Aspectos para los cuales el vallado en el ingreso, los pulmones entre tribunas, la retención de 15 minutos a los locales en su momento y, ahora, la prohibición de visitantes resultan a todas luces irrelevantes.
Excesos, irregularidades, gastos, cesión de legitimidad a la misma fuerza que mata, errores en la concepción del problema: queda expuesto cómo una política de seguridad deportiva inclusiva e integral, que ensaye lógicas que excedan la militarización guetificante de las canchas, sigue siendo materia pendiente para un Estado democrático.
Brasil tiene más paz
En Brasil, para tomar una referencia cercana, la policía se maneja diferente que en Argentina. Por ejemplo, no escolta a las barras bravas. ¿Por qué? Los hinchas más radicales de los equipos brasileños no tienen vínculos políticos y tampoco son tan violentos como en el fútbol local. Si bien los operativos policiales pueden ser similares en cuanto a las cantidades, en Brasil son más efectivos.
Basta repasar la lista de muertes por el fútbol de cada país para constatar los resultados: alrededor de 300 en Argentina contra las 11 que se produjeron en Brasil, desde que se registró la primera en 1988.
En el River-Boca del año pasado hubo 1.200 policías y 450 personas vinculadas a la seguridad privada; resultado: 25 heridos. En el San Martín de Tucumán-Atlético Tucumán de este año (Copa Argentina), 1.300 policías y 12 heridos. Algo no cierra.
(*) Esta nota fue publicada en la edición impresa del Diario Perfil.