El recuerdo a un boxeador que supo ser admirado por Perón y Evita. De lustrabotas al ring.
Para José María Gatica el boxeo fue la vida… Y la vida, una torre de vértigos desparejos, que rebotó desprejuiciadamente contra cualquier límite convencional. Hace ya cincuenta años que está muerto y sepultado, pero las pasiones que despertó viborean su memoria, acosan sus huesos hecho polvo y muchas discordias merodean su lápida: el sello de la miseria y los desasosiegos que lo acompañaron en su existencia, no lo han abandonado todavía.
En verdad, aquella mañana del 12 de noviembre de 1963, el hombre, con todos los pecados inherentes a la condición humana, murió para comenzar un nuevo capítulo en su turbulenta historia: el ídolo, con fulgor propio, quedó para siempre en la misma línea de permanencia que ocupan los inmortales. Hoy su memoria despide “olor a muerto grande y a podrida grandeza”, para usar las metáforas de Gabriel García Márquez en El otoño del Patriarca: todos revolotean a su alrededor y todavía se exhiben devociones o recuerdos en torno de su aureola de leyenda.
Su propia muerte fue un símbolo instructivo, sobre todo para aquellos que hacen del boxeo una profesión y no se detienen a pensar en el mañana que entrevén siempre lejano. Cayó bajo las ruedas de un colectivo, después de haber estado en una cancha de fútbol viendo a su querido Independiente, ignorado por esa misma multitud que años antes estuvo pendiente de sus hazañas en el ring. Pareció el calculado final de una película, tanto más dramático como que fue el epílogo de una vida real.
Gatica fue la consecuencia de la marginalidad. Se crió en la marginalidad y murió siendo un marginal. Nació el 25 de mayo de 1925, en Villa Mercedes, San Luis, y siendo muy pibe, la familia se lo trajo a Buenos Aires. Se fue haciendo hombre de prepo, a los golpes en las calles bravas de Constitución: fue lustrabotas y canillita. De tanto concurrir al Sailor´s Home, una casa donde iban los compadritos a trompearse por placer, descubrió su afición por el boxeo. En su aprendizaje conoció a Lázaro Koci, un peluquero albanés que le mostró 20 pesos y lo convenció de que se hiciera boxeador.
A los 19 años, Gatica ya era campeón argentino pluma y latinoamericano en Lima. Y un año después, en 1945, fue campeón del torneo Guantes de Oro. Para ese entonces, ya había nacido el duelo que sintetizó, como ningún otro, los odios y amores de la Argentina de aquel tiempo: Gatica- Prada. El Mono trepaba al ring de Corrientes y Bouchard con su famosa bata con la inscripción “Perón-Evita” en la espalda, lo que provocaba la bronca y el desprecio de los cajetillas que ocupaban en el ringside; mientras que la popular rugía alentando a ese morocho que adhería fervientemente al peronismo y que gozaba a sus rivales cuando los tenía a sus pies levantando los brazos tan abiertos como para abrazar al mundo.
Gatica, el Tigre o el Mono, fue un peleador poco ortodoxo, corajudo, sanguíneo e intuitivo. El ataque constituyó su mejor defensa. Fuerte, duro y vivaz. Entre 1945 y 1954, peleó 44 veces en el Luna Park. Y siempre lo llenó. Nunca fue campeón argentino y en el único intento mundialista perdió ante Ike Williams, en Estados Unidos en 1951. Su estilo despertó la admiración del General Perón, quien iba a verlo junto a su esposa, Evita. Y, aunque se dice que Perón era hincha de Prada y Evita de Gatica, lo es cierto es que tras una de sus victorias el Mono estrechó la mano del General inmortalizando la frase, “dos potencia se saludan…”
En el medio alcanzó el pico que conduce al éxtasis, pero no la pudo disfrutar porque culturalmente no estaba preparado para eso. No internalizó el crecimiento como persona de la misma manera que usufructuó su crecimiento como figura popular. Trató de vivir intensamente como una revancha sobre la mezquindad de su niñez empobrecida. Y lo hizo a su manera, sin cálculo ni limitaciones. La fortuna se le deslizó como arena entre sus dedos, dejando el punzante recuerdo de un esplendor irrecobrable. Se compraba la ropa más cara y extravagante, pagaba casamientos en las villas, repartía su dinero entre las prostitutas de los cabarets del Bajo. Cuando osaban criticarle tanto desprendimiento, espetaba “aire, aire, cuando Gatica tiene, todos tienen”.
Mientras duró su grandeza, Alfredo Prada fue su rival irreconciliable sobre el ring. Ambos sostuvieron seis combates en total, ganando tres cada uno. La última pelea, en 1953, significó la derrota de Gatica y el ocaso de su carrera.
Ya en 1955, con la Revolución Libertadora en el poder, la llama de Gatica y el peronismo estaba apagada. Tras la caída de Perón, las peleas del Mono fueron prohibidas, pero él ya se había extraviado entre el alcohol y las mujeres (como otros hombres). Años después, entre sus últimas humillaciones, el Mono Gatica debió trabajar como atracción en el restaurante de Alfredo Prada. Luego, Martin Karadagián lo llamó para que participara en esa troupe en la que se enfrentaban eternamente un grupo de antihéroes con otros héroes de barro.
El destino fue tan riguroso con Gatica que ni siquiera le permitió la muerte bajo el imperio de la gloria. En la calurosa primavera del 63, un colectivo pasó por encima de lo que quedaba de él y despertó nuevamente el sentimiento popular. A los 38 años Gatica volvió a ser el ídolo que vivía en el recuerdo de quienes tanto lo alentaron y a quienes brindó desde el ring tantas emociones. Su féretro tardó siete horas en llegar al cementerio de Avellaneda.
Cuando la última palada de tierra cubrió su modesto cajón, los periodistas anotaron una frase de Jesús Gatica: “La única miseria que vivió mi hermano fue consecuencia de su desesperado afán por querer vivir la vida”. A su modo, se convirtió en leyenda.
(*) Especial para 442